martes, 21 de junio de 2011

Sermones de tiempo: Santísima Trinidad, 136

        El fundamento de esta doctrina celestial consiste en que creamos y confesemos con fe religiosa que Dios, que es uno en sustancia y en la naturaleza simplicísima de su divinidad, es trino en personas. De ambos misterios, de la unidad y la trinidad, si nos asiste la gracia divina, nos disponemos a hablar hoy con toda la reverencia y sumisión de espíritu. Hablaremos primero brevemente de la unidad, luego nos detendremos algo más en el misterio altísimo de la Trinidad suma.

        Esta unidad de la sustancia divina la insinúa el Señor al principio de la lectura evangélica: a los que se había de bañar en las aguas saludables, manda bautizarlos no en los nombres, sino en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Juan Evangelista lo precisa aún más cuando dice : Tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y los tres son una sola cosa

        Y esta unidad, que por doquier atestiguan las sagradas letras, se demuestra además con razones evidentísimas. Porque si hubiera muchos dioses, por fuerza serían distintos entre sí, y habría algo en uno que no existiera en otro. Preguntaríamos entonces si aquello que los diferencia sería perfección o imperfección. Si imperfección, el que fuera imperfecto de este modo no sería Dios, porque Dios ha de ser perfecto en todo. Mas si fuera una perfección, el que no la tuviera tampoco sería Dios por idéntica razón, porque ninguna perfección puede echarse en falta en Dios sumo y sumamente perfecto.

        Lo mismo se desprende de la unión admirable y el consenso de las criaturas para conservar el estado del mundo, pues consta que éste está formado, en parte, de elementos contrarios y, en parte, por cosas muy diferentes. ¿Hay nada menos semejante que los cuerpos celestes y los terrenales? Mas ¿qué pueden generar de su natural propio los contrarios sino desigualdad y lucha? Por eso, los contrarios en modo alguno pueden ser traídos a un mismo orden y fin, si otro no los dirige.

        Lo podemos ver, por ejemplo, en los músicos: si los cantores osaran lanzar sus voces cada uno a su antojo, sin ningún orden, no habría concierto, sino un clamor confuso y molestísimo de voces diversas que golpearía en los oídos. Pero si a esta variedad de voces las modera y acompasa con arte y con pericia un buen director, nace la armonía suavísima y el concierto gratísimo de las diferentes voces.

        Así ocurre en esta variedad tan grande de cosas, a la que mezcló de tal modo aquel sapientísmo moderador del universo, que de tan múltiple y casi infinita variedad de elementos diferentes y contrapuestos surge no la lucha, sino el consenso adecuado para conservar y dar estabilidad al orden del mundo.

        Los cuerpos celestes, los astros errantes, y sobre todo el sol, que guía y gobierna a los demás astros, completan sus ciclos y con su influjo fecundan los cuerpos inferiores, de modo que todos los años surge como un nuevo mundo y hay como una nueva propagación y gestación de seres con vida,. De esta forma, la muerte de los seres que desaparecen por su ley natural se compensa con la vida de otros que nacen, y así las especies de las cosas se libran de su extinción.

        Como los que han nacido, respiran y viven precisan de alimento para conservar la vida, la propia naturaleza, que alumbra cada año retoños nuevos, produce también cada año cosechas para alimentarlos, y en ello colaboran con admirable concierto y orden el cielo y el aire, la tierra y el mar, el sol y las nubes, la lluvia y los vientos, el calor, el frío y las cuatro estaciones del año..

        Este orden y concierto de los distintos elementos, tan bueno para la estabilidad del mundo, hizo que en tiempos los filósofos llamaran músico al dios que gobierna el mundo, porque junta como en armonía única cosas diferentes. Y esta unidad y concierto de los distintos elementos prueba con claridad la unidad simple de la divinidad.

Fray Luis de Granada: Obras Completas, Sermones de la Sma. Trinidad, t. XXXV , F. U. E., Madrid 2002 p. 139-41


  1. Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendia)

Sermones de tiempo: Corpus Christi I

Podemos filosofar de este modo: si tiene nuestro Dios una bondad infinita, aún más, si es él la bondad misma, y lo más propio de la verdadera bondad es hacer semejantes a ella todos los otros bienes (como es propio del fuego transformar todo en fuego y hacerlo como él) ¿Qué otra cosa convenía más, decidme, a la bondad infinita, que instituir este sacramento, que tanta fuerza tiene para hacer a los hombres buenos, es decir, partícipes de la bondad y santidad divina?.

Si creemos que es obra digna de la majestad divina haber hecho el cielo, la tierra y los mares, con cuyo beneficio se alimentan y conservan los cuerpos de los hombres ¿cuánto más digno fue de su inmensa bondad haber instituido este sacramento, por el que las almas de aquellos se santifican y se nutren en la vida espiritual? Si predicas que no es indigno de Dios crear la comida para todos los seres vivos ¿cómo lo va a ser proporcionar a nuestras almas esta comida espiritual? Si decimos que a su inmensa majestad concierne sobre todo la obra de la creación, porque declara su infinita sabiduría y poder ¿cómo no vamos a creer que le corresponde aún más la obra de la santificación, que proclama abiertamente su inmensa bondad?.

Argüirá. quizás, algún infiel diciendo que los hombres piadosos se afanan tanto por el amor y el deseo de Dios, porque se dejan seducir por la idea falsa de que Dios les tuvo un amor tan grande, que quiso hacerse para ellos alimento de su vida espiritual. Y ¿quién, al ver en su Dios semejante bondad y amor no intenta amarlo con toda su alma y todas sus fuerzas? Y si tienen este convencimiento ¿cómo no se van a deshacer en amor a su Dios?

Pensad vosotros, hermanos, y meditad qué respuesta debo dar a esta objeción. Desde luego ningún infiel podrá negar que para mover los ánimos es más poderosa la verdad de las cosas que una falsa persuasión de ellas. Pues si tú piensas que en este amor y bondad de nuestro Dios hay tanta fuerza para impulsar las almas a su amor, que incluso una opinión y una idea falsa enciende el corazón de los hombres en amor a él y les lleva a cualquier empresa, ¿cuánto más lo hará la verdad misma y el amor probado y manifiesto? Si tanto valoran los hombres una opinión falsa ¿qué poder tendrá para ellos la propia verdad? ¿Hay nada más digno de aquella bondad inmensa que haber hecho algo, cuya mera aprensión, como piensa para sí el infiel, tiene tal poder para despertar el amor de Dios y para llevar al ejercicio de todas las virtudes?.

Esta razón, hermanos, os diré abiertamente lo que siento, tiene en mi opinión tanta fuerza para concebir la fe en este sacramento, que no espero poderlo explicar con palabras. Tampoco yo, creo más digno de Dios, la creación del mundo que haber instituido este sacramento, porque pienso que si aquel fue creado por su sabiduría y poder, este manó de su inmensa bondad.

Si observas esta obra de la bondad divina en sí misma, parece increíble: pero cesará tu extrañeza si miras a su autor. Deje, pues, el hombre, como dice Crisóstomo, de admirar la obra y atienda al artífice, de cuya infinita bondad nació una obra tan grande.


Fray Luis de Granada: Obras Completas, Sermones del Corpus, t. XXXV F. U. E. Madrid 2002, p. 281-3
Trascripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía 

lunes, 20 de junio de 2011

Fray Luis de Granada, traducido por Ricardo Alarcón Buendía

Yo he tenido la oportunidad y la suerte de conocer de cerca la obra de Fray Luis que él escribe en tres lenguas: Latín, Castellano y Portugués. Este año de 2009 la Fundación Universitaria Española acabó de editarla, y en Mayo se presentó la primera edición completa, incluida la traducción de su parte latina, en la Biblioteca Nacional. Hubo allí gente de muchos países: Italia, Japón, Puerto Rico, Alemania; de varias universidades españolas: Granada, Madrid, Murcia; ni podía faltar el editor y autor de la anotación crítica, padre dominico Álvaro Huerga Teruelo, investigador, miembro de la Real Academia de Puerto Rico, profesor allí y en Roma; estábamos también Aurora, que ha organizado este curso sobre Fray Luis, y yo mismo, porque la obra ha sido editada en 51 tomos, et quorum, de ellos, (como dice Virgilio en Eneida II, 6) pars magna fui, fui parte grande al haber traducido siete de estos volúmenes, las Contiones de Tempore y de Sanctis escritas en Latín, lo mismo que su Rethorica Ecclesiastica; unos sermones en que se recoge y se da a conocer toda la doctrina de la Iglesia, y la Teología cristiana. Quería él que todos los sacerdotes, dominicos o diocesanos, portugueses y españoles, tuvieran a mano, puesta en sermones toda la doctrina y teología de la Iglesia. Su objetivo era encomiable, y la ayuda que aquellos recibieron debió SER muy grande.

Con mi traducción creo que he facilitado a nuestros sacerdotes de hoy, que ya no dominan el Latín como aquellos del s. XVI, lo que Fray Luis dejó escrito. A muchos, pienso yo, les debe ser difícil explicar en sus homilías los misterios de la Trinidad, el Corpus Christi, la Ascensión, la Navidad,.. De modo que ahí tienen una forma de explicar la doctrina de la Iglesia sobre temas tan profundos y difíciles de entender para los no iniciados como nosotros. Esta ha sido mi aportación.

He dicho también que tuve la suerte de conocer la obra de Fray Luis; porque para un latinista es una suerte y una gozada leer y traducir su forma de escribir en Latín, su dominio de esta lengua, la perfecta estructura y organización de sus sermones, piezas de la más pura oratoria ciceroniana o quintilianea, dos autores Cicerón y Quintiliano, cuyas obras sobre oratoria conoce bien y trata de imitar, dándoles, eso sí, contenido, proyección y sentido cristiano.

Y he aprendido, además, lo que considero más importante para nosotros, profesores, que Fray Luis es un COMUNICADOR, ese que llega a sus oyentes y les interesa en lo que les dice. ¡Ay si algunos le pudiéramos imitar!¡Cómo cumple nuestro fraile la máxima aquella oratoria de Catón el Viejo!:

rem tene, verba sequentur.
ten claro lo que has de decir, y las palabras acudirán solas

El de Granada tenía claro, conocía bien lo que iba a contar, era un sabio con esa doble sabiduría que él mismo atribuye a Sto. Tomás: había estudiado a fondo a los clásicos (habla como ellos y se deja influir por ellos), es un humanista adelantado a su tiempo, tiene esa humanitas que tan bien definieron los hombres del periodo clásico griego y latino; conoce, además, los textos y comentarios al Antiguo y Nuevo Testamento, a los Santos Padres, lo que habían definido los papas y los concilios...No hace afirmación alguna que no contraste o la apoye en ellos. Es por tanto un sabio en el sentido que nosotros damos a la palabra, un científico que da razón de sus afirmaciones.

Lo es  también en otro sentido: sabio (del latín sapiens sapere) es el que conoce algo porque lo ha saboreado. El fraile habla de Dios con el conocimiento de quien lo ha saboreado, de quien lo siente cerca y dentro de sí, y todo lo ve con ojos del que está endiosado, poseído por su enamoramiento de Dios. Sus obras rezuman a Dios. Por tanto, cumple muy bien la primera parte de la máxima catoniana: rem tene: domina el tema, conoce bien lo que has de decir.

Dice luego Catón: verba sequentur: las palabras  te vendrán solas. A él no le faltan las palabras, más con ello, añado yo, no sería suficiente. Porque hay muchos sabios que conocen bien el tema de que hablan, que no le faltan las palabras, que no se cortan cuando exponen un tema y sin embargo aburren a sus oyentes, no logran interesarlos, comunicarles lo que saben.

Si cualquiera de los sermones que hay en este tomo XXXV, sobre la Trinidad y Corpus Christi, los misterios más profundos en que se apoya toda la doctrina católica, lo predicara un erudito investigador en la materia, pero sin ese arte del buen orador para llegar a los oyentes, seguro que los aburriría y no les haría entender ni les comunicaría lo que tan bien conoce él como erudito. Y es que para ser un buen comunicador, a la máxima de Catón hay que añadir el empleo de un vehículo apropiado.

Yo os invito a que leáis cómo explica Fray Luis el contenido de tales misterios, tan profundos y difíciles de entender; y es que su lengua, el empleo tan cuidado que hace de ella, te interesa en lo que quiere comunicarte. No soy yo ahora hombre de fe, pero os aseguro que no he visto nunca mejor ni más clara explicación de unos misterios tan oscuros y difíciles. Fray Luis emplea el vehículo apropiado, con una lengua precisa, mesurada, acomodada al tema de que se habla, acorde con  la sensibilidad de quien la escucha, en la que no falta ese ritmo y musicalidad que halaga y da calma al oído y a la vez despierta el interés del espíritu.

Os confieso que traduciendo el Latín de Fray Luis he tenido esas sensaciones y con mi traducción he pretendido (si ha sido o no con fortuna otros lo tendréis que decir) traer a nuestra lengua Castellana, hija del latín, un reflejo siquiera de la lengua madre: su precisión y musicalidad, su orden latino (que no es el hipérbaton que malinterpretan algunos) y su claridad.

Bien sabéis que toda traducción tiene mucho de traición; yo he intentado que sea la mínima y os pido que, aunque no sea yo un hombre de fe, la tengáis vosotros en mí cuando os cuento lo que digo de este autor y sus cualidades: gran humanista, conocedor de los clásicos y creador a partir de ellos de nuestro querido Castellano y demás lenguas nacionales.

Fray Luis fue un gran admirador y seguidor en parte de otro gran humanista, ERASMO DE ROTTERDAM. Para cerrar sus sermones de Trinidad y Corpus Christi lo hace con unos versos de este sabio, humanista neerlandés en lengua latina, 1469-1536 (Elogio de la locura, Coloquios familiares, Institución del príncipe cristiano: intento de definir un humanismo cristiano).

Bien está que para honrarlo también nosotros oigamos unos fragmentos de estas estrofas asclepiadeas: ¡Que los libros de un hombre capaz de escribir estos versos, fueran prohibidos por la Santa Inquisición!

                    Cuando sólo yo poseo los bienes que la tierra fértil
                            o el Olimpo inmenso contienen,
                    Decid, mortales, qué locura os ha llevado
                            a buscar en otro sitio los bienes
                    Sin querer sacarlos de la propia fuente
                            tan saludable y al alcance; 
                    Y a que andéis en alocado y mísero tropel falsas
                            sombras de bienes persiguiendo?
                   Pocos son los que a mí, creador verdadero y dador
                            de la felicidad me buscan.
                   Seduce a muchos la belleza, y nada hay más bello que yo;
                            pero a nadie inflama esta hermosura.
                  Admiran muchos el linaje, la gloria y la nobleza; 
                            pero ¿hay nada más glorioso que yo,
                  Que, engendrado de Dios, soy Dios también, 
                           nacido de una madre purísima?

                                            


Ricardo Alarcón Buendía, en Fray Luis de Granada. Un escritor contemporáneo, Ediciones del Orto, Madrid 2009, p. 29