viernes, 14 de diciembre de 2012

Nacimiento del Salvador: Himno de Prudencio


Los que buscáis a Cristo
Elevad los ojos al cielo
Y podréis contemplar en él
Un astro de gloria eterna.

Una estrella, que a la rueda del sol
Vence en brillo y hermosura,
Anuncia que ha venido a la tierra
En carne humana Dios.

No es ella esclava de las noches
Siguiendo a la luna mensual,
Sino que, dueña ella sola del cielo,
Rige el caminar de los días.

Aunque los Septentriones,
Girando sobre sí en círculo,
No se quieren ocultar, sin embargo
Los cubren casi siempre los nimbos.

Pero este astro siempre brilla,
Nunca desaparece esta estrella,
Ninguna nube puesta en su carrera
Oculta su presencia.

De allende el golfo pérsico,
Donde tiene su puesta el sol,
Descubren los sabios intérpretes,
Los Magos, el emblema real.

Cuando apareció esta estrella,
Los demás astros se apagaron,
Ni osó encender su llama
El esplendente lucero.

¿Quién es ése tan grande, dicen,
Que reina y manda en los astros,
Al que así temen los del cielo,
Y sirven la luz y el éter claro?

Vemos algo que brilla y que a su brillo
No acierta a poner fin,
Sublime, excelso, sin término,
Más antiguo que el cielo y la oscuridad.

De aquí le siguen animados,
Fijos arriba sus ojos,
Por do la estrella marca su rumbo
Y hace más claro el camino.

Por encima del niño
Queda colgando el astro,
Sumiso, inclinado su rostro,
Mira hacia el rostro divino.

Cuando los Magos lo ven,
Sacan sus regalos de oriente,
Y entre sus dones le ofrecen
Incienso, mirra y oro regio.

Reconoce las señas
De tu poder y tu reino,
Niño, a quien tu padre
Tres condiciones asignó.

Que es Dios y es rey lo revelan
El oro y el olor sublime
Del incienso de Saba; la mirra
En polvo declara su muerte.

Dichosa tú entre las ciudades
La mayor, Belén, a quien tocó
Engendrar, venido del cielo,
Al autor de la salvación.

Oye inquieto el tirano
Que viene el príncipe de reyes
A reinar sobre Israel
Y ocupar el trono de David.

Loco por el anuncio grita:
¡El sucesor está ahí, nos echan,
Soldado, coge la espada,
Baña las cunas en sangre!

¡Que mueran los niños varones,
Buscad en el seno de las nodrizas,
Y entre los pechos de las madres,
Que el niño cubra de sangre la espada!

Temo el engaño de toda mujer
Que haya parido en Belén,
Que pretenda ocultar
Su prole, si es varón lo que ha nacido.

Traspasa el verdugo furioso,
Desenvainada la espada,
Los cuerpos recién paridos,
Y busca otras vidas luego.

En los miembros pequeñitos
Apenas encuentra lugar,
Donde asestar el golpe certero,
Es más grande el puñal que el cuerpo.

¡Qué visión tan horrible!
Rota a golpes su cabeza,
Esparce el tierno cerebro,
Y vomita los ojos por la herida.

Otro niño, temblando, es
Sumergido en el agua,
Y de su boca pequeña salen
Mezclados su aliento y el agua.

¡Salve, flor de los mártires!
Que en el umbral de la  vida
Arrancó el perseguidor de Cristo,
Como el viento arranca las rosas.

Niños, primera víctima de Cristo,
Rebaño de tiernas ofrendas,
Inocentes, jugáis ante el altar
Con la palma y la corona.

¿Qué aprovecha tanto mal?
¿De qué sirve a Herodes el crimen?
Entre tantos que mueren, Cristo,
El único, escapa impune.

De aquel río de sangre infantil, ileso
Del hierro que deja a las madres sin
Hijos, sólo escapa
El que ha nacido de la virgen.

Así burló en otro tiempo
Los edictos del faraón cruel,
Prefigurando a Cristo,
El libertador de hombres, Moisés.

Alegraos todas las gentes
De Judea, de Roma y de Grecia,
Los de Egipto, Tracia, Persia y Escitia,
Que uno solo es el rey de todos.

Alabad a vuestro príncipe,
los dichosos y los desgraciados,
Los vivos, enfermos y muertos,
Que nadie ya morirá desde ahora.[1]


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXV, F.U.E. Madrid 2000, p. 344-351
(Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía)



[1] PRUDENCIO, Aurelio, Liber Cathemerinon XII; CCSL 126, pp. 65-72

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