sábado, 1 de diciembre de 2012

Sermones de tiempo: Sed misericordiosos


TEMA: Sed misericordiosos, como vuestro padre es misericordioso[1]
         Consta queridísimos hermanos, que la perfecta  justicia por su propio ser tiene tres parte: la primera da lo que es equitativo y justo a Dios; la segunda, a nosotros; la tercera, a los prójimos. De las dos primeras trata el Maestro celestial en otro lugar; de esta última, que se refiere a los prójimos, trata en la lectura evangélica de hoy. Y esta tercera sección de la justicia, a su vez, consta principalmente de dos partes: una nos ordena actuar benignamente, la otra nos prohibe hacer daño. De ambas trata el Salvador en este lugar. De la primera dice: Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. Y a un mismo tiempo declara los deberes y los premios de la misericordia cuando en seguida añade: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará[2]. De la segunda trata cuando dice: No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados, y lo demás que sigue luego.
         Dado que el Señor nos propone en la presente lectura enseñanzas muy saludables acerca de esta doble parte de la justicia hacia los prójimos, yo también con la ayuda de su gracia, predicaré de ellas en el presente sermón. Y para que pueda hacerlo piadosa y religiosamente, imploremos con humildad la ayuda celestial por intercesión de la santísima Virgen

AVE, MARÍA

         Entre los preclaros beneficios que hizo al género humano el liberalísimo Señor de todas las cosas, ocupa el primer lugar el que nos haya dado a su Unigénito Hijo no sólo como redentor y restaurador de nuestra libertad, sino también como maestro e intérprete de su voluntad. El Apóstol amplifica con razón este beneficio al comenzar la epístola a los hebreos afirmando: De muchas maneras y de muchos modos habló en el pasado Dios a los Padres por los profetas, en estos últimos días nos habló por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, por quien creó también los siglos[3]. Y no menos amplificó este beneficio Moisés, que, después de promulgada la Ley en el monte Sinaí por la voz del mismo Señor dice al pueblo: Pregunta a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra[4]. Y por este beneficio nos manda el profeta que nos regocijemos y demos gracias cuando dice: Hijos de Sión, regocijaos en el Señor vuestro Dios, que os dio al Maestro de justicia y hará bajar a vosotros la lluvia de primavera y de otoño[5]. Evidentemente, hace esto para que la semilla de la palabra de Dios, arrojada por su trabajo en la tierra de vuestros corazones y regada con las lluvias de la gracia celestial, produzca frutos de vida eterna.
         Esta misión la cumplió perfectísimamente nuestro Salvador, como él mismo dice en un salmo: He publicado tu justicia en la gran asamblea; mira no cerraré mis labios. Tú lo sabes, Señor[6]. Porque ¿qué otra cosa anuncian los santos evangelios sino la justicia de Dios? Y por la palabra justicia significó, según la costumbre hebrea, toda virtud y santidad. Dado que a la justicia principalmente pertenece dar a cada uno lo suyo, y esto mismo lo hace plenísimamente la virtud, no hay que extrañarse de que en el nombre de justicia haya comprendido todas las virtudes.
         En la lectura del santo evangelio de este día trata el Señor de aquella parte de la justicia que se refiere a la común convivencia de los hombres, es decir, al amor del prójimo. Para su explicación tomó el principio oportunísimo de la misericordia. Sed, dice, misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso[7]. Y para que entendamos de qué clase de misericordia habla el Señor, se ha de exponer en primer lugar la noción de misericordia. La misericordia unas veces indica virtud, otras el afecto, y otras comprende ambas cosas. Y ciertamente del primer modo ponemos misericordia en Dios y en los bienaventurados, los cuales socorren a los miserables sin sentir ningún dolor. En cambio del segundo modo la misericordia es un afecto y un sentimiento de dolor, contraído en nuestro ánimo por causa de la miseria ajena. De este afecto parece que deben entenderse aquellas palabras del santo Job: Desde mi infancia creció conmigo la compasión y desde el vientre de mi madre salió conmigo[8]. La compasión que es propia del hombre desde el seno materno parece designar más el afecto que la virtud. Pues Dios quiso que se socorriese a la humana debilidad no sólo por otras razones, sino también por ésta. Realmente este afecto, según el sentir de Aristóteles,  domina principalmente en los viejos, en las mujeres y en los enfermos. Porque todos éstos, enseñados por su misma flaqueza, temen mucho que se ciernan sobre ellos los peligros y, en consecuencia, tienen con los demás la misericordia que quieren se tenga con ellos. Por eso aquella célebre mujer habla en la obra del poeta en estos términos: La experiencia de los males me enseña a socorrer a los miserables[9]. Por el contrario, dice el profeta de los felices y poderosos de este mundo: Beben vino en anchas copas y se ungen con óptimo ungüento, mas no se afligen en absoluto por el desastre de José[10].
         A esta clase de personas añado yo los varones santos, en los que, como la gracia divina no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona[11], este afecto natural de la misericordia se halla con mucha más intensidad. Por lo que dijo Salomón: El justo conoce el modo de ser de sus jumentos, pero las entrañas de los impíos son crueles[12]. En efecto los impíos, por vicio de su depravada vida, perdieron no sólo los dones de gracia dados por Dios, sino también casi los dones y excelencias de su naturaleza.
         También aquí se encuentra unida con la virtud la tierna moción del corazón, lo cual es tan digno de alabanza que obligó a decir a san Gregorio: Alguna vez la compasión del corazón es más que el mismo dar, porque todo el que se compadece perfectamente del necesitado estima en menos todo cuanto da. Y a la inversa, tanto uno es más perfecto dice él, cuanto más perfectamente siente los dolores ajenos[13]. Así, pues, cuando el Señor nos invita a la misericordia, no entiende la que sólo contiene el afecto del corazón, sino aquella que es exclusivamente virtud o aquella que une a la virtud este afecto bondadoso.
         Dice, por tanto, el Señor: Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso[14]. De verdad se dice que este Padre es bondadoso con los ingratos y malos, puesto que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos[15]. Porque para todos igualmente resplandece el sol, alumbra el día, riegan las fuentes, llueven las nubes. Imitad, pues, vosotros tal misericordia y beneficencia, que no tiene acepción de personas, no mirando en el hombre otra cosa que la dignidad humana, la imagen de Dios, el precepto del Señor y, por tanto, al mismo Señor, puesto que él mismo dijo: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a mí me lo hicisteis[16].


Fray Luis de Granada, Obras Completas t. XXXVI, F.U.E. Madrid 2002, p. 12-19
(Traducción de Carlos Cristóbal Cano y Álvaro Huerga)




[1] Lc 6, 36
[2] Lc 6, 37-8
[3] Hb 1, 1-2
[4] Dt 4, 32-3
[5] Jl 2, 23
[6] Sal 39, 10
[7] Lc 6, 36
[8] Jb 31, 18
[9] VIRGILIO, Aeneida 1630
[10] Am 6, 6
[11] Cf. S. TOMÁS, Summa Theologiae I, q. 1, a. 8 ad 2
[12] Pr 12, 10
[13] S. GREGORIO MAGNO, Moralium XIX, 11, 18: PL 76, 107
[14] Lc 6, 36
[15] Mt 5, 45
[16] Mt 25, 40

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