lunes, 30 de septiembre de 2013

Sermón en la fiesta de san Jerónimo

En el que se trata de la verdadera sabiduría, que brilló admirablemente en este padre santísimo, y en la cual consiste la felicidad. Y de la doble felicidad, la una perfecta, y la otra incoada.

TEMA: Preferí la sabiduría a los reinos y tronos, y en su comparación tuve por nada las riquezas

         Ahora bien, si venimos a los santos del Nuevo Testamento, ¿cuánta variedad hay en sus virtudes?, ¿cuánta humanidad también? Admiramos en el obispo Cipriano el cuidado solícito de sus ovejas y el ardor de su fe. Admiramos en el Crisóstomo la grandeza de ánimo y el menosprecio de las cosas humanas y de los príncipes, como se atrevió a decir: Otra vez se enfurece Herodías, otra vez pide que se le dé la cabeza de Juan en un plato. En san Basilio, como suena su mismo nombre, resplandeció también algo regio en sus costumbres. En aquel gran Antonio, y en su discípulo Hilarión, aquella admirable mortificación de la carne, y el amor de la soledad. Pues san Hilarión cambió siete veces de domicilio, para evitar las numerosas visitas[1]. En san Agustín brilla principalmente el celo de la fe y el deseo incansable de disputar contra los enemigos de la fe. En san Bernardo el amor increíble de la piedad, y, por eso, el gran deseo de construir monasterios en los lugares más desiertos. Vengo ahora al muy bienaventurado padre Jerónimo, cuya gloriosa fiesta celebramos hoy. ¿Qué cosa en él no es admirable? ¿qué cosa no es grande y magnífica? Uno admirará en él el ayuno de semanas, otro la larga duración de sus vigilias, otro la asiduidad de la oración, mas yo admiro mucho en él el amor de la Sagrada Escritura y su estudio continuo de la sabiduría divina, al que se había dedicado enteramente. Esto lo hacía, de manera que una mínima parte de la noche la dedicaba al sueño, menor a la comida y ninguna a la ociosidad. Y con este estudio este santo varón dio mucha luz a la Iglesia y a los estudiosos de la Sagrada Escritura.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 378-9

Traducción de Donato González-Reviriego






[1] Cf. S. JERÓNIMO, Vita s. Hilarionis, 33: PL 23, 47

La felicidad y bienaventuranza del hombre

Y el Creador de la naturaleza infundió en el alma humana un deseo ardentísimo de esta bienaventuranza. Porque todos por instigación de la naturaleza deseamos llegar a aquel estado en que alcancemos esta tranquilidad y paz de ánimo, en la cual no deseemos nada más que lo que tengamos. Este es, pues, el estado perfectísimo y fin último de la vida humana, que todos los hombres, como dicen los filósofos, aman con amor infinito; porque lo aman no por alguna otra cosa, sino por sí mismo. Porque así como los médicos recetan a los enfermos las medicinas en la medida que  requiere la necesidad de la salud, y quieren dar la salud sin ninguna medida; pues dan la mayor que pueden, así nosotros las cosas que nos ayudan para este fin, las tomamos en la medida  en que nos conducen a la consecución del fin, y deseamos sin medida alguna el fin mismo, esto es, la felicidad y bienaventuranza, porque deseamos ésta por ella misma, y no la ordenamos a ninguna otra cosa. Por esto, pues, la razón del último fin pide que todas las cosas se ordenen a él, y que él no se ordene a ninguna otra cosa. En él, pues, descansa plenísimamente la mente del hombre, ya que de otra suerte no sería el fin último. Por tanto, este fin tan grande, y el amor y deseo de la bienaventuranza hace, que los hombres no emprendan ninguna otra cosa en la vida y nada busquen, a no ser aquello que los conduce a este puerto común de la felicidad humana. Esto no obstante, es sorprendente cuánto se desvían del recto camino. Porque así como los hombres por impulso de la naturaleza, son incitados al culto y veneración del Dios sumo, rector y gobernador de todas las cosas; e ignorando quién es el Dios verdadero, unos pensando que es el sol, otros la luna o los demás astros celestes, les rindieron honores divinos; así excitando la misma naturaleza a los hombres al deseo de esta felicidad, e ignorando en qué se halle dicha felicidad, uno pensando que consiste en las riquezas, otro en los placeres, otro en los honores, otro en el favor de los príncipes, otro en la ciencia, otro, finalmente, en la virtud, buscan con gran ansiedad todas estas cosas por tierra y por mar, juzgando que serán felices, si llegan a conseguirla.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 382-3


Traducción de Donato González-Reviriego

Del ministerio de los Ángeles

También corresponde al cuidado de estos bienaventurados espíritus presentar al Señor común nuestras oraciones y limosnas, y nuestras obras piadosas. Esto significó bastante claramente el ángel Rafael a Tobías, cuando le dijo: Cuando tú orabas con lágrimas, y enterrabas a los muertos, y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, yo presentaba al Señor tus oraciones[1]. Y de este ministerio de los ángeles dice Juan así en el Apocalipsis: Vino otro ángel, y púsose ante el altar con su incensario de oro, colocado ante el trono de Dios. Y el humo de los perfumes encendidos de las oraciones de los santos subió por la mano del ángel al acatamiento de Dios[2].
         Así pues, entendiendo estos bienaventurados espíritus que los deseos y oraciones de los justos son muy agradables a Dios, asisten gustosos a los que oran y meditan, para tener qué ofrecer por nosotros a su Creador. De ahí aquello del Cantar de los Cantares: Oh tú la que moras en los huertos, los amigos están escuchando, hazme oír tu voz[3]. Es la voz del Esposo celestial a la Esposa amantísima, que habita en los amenísimos jardines de las Escrituras, que se apacienta en la contemplación de los misterios divinos; a la que rodean los ángeles, alegrándose de su compañía, y saltando de gozo al oír los cánticos devotos de su oración y alabanzas. ¿Pues qué? ¿Acaso no cantan ellos mucho más dulce y suavemente? Cantan ciertamente; pero así como los hombres se deleitan con el gorjeo del ruiseñor y de otras semejantes aves canoras, no obstante que el órgano de la voz humana es más agradable y deleitoso; así aquellos bienaventurados espíritus se deleitan sobremanera en las oraciones y alabanzas divinas que canta la voz del hombre, aunque ellos canten mucho más dulce y suavemente.
       Pues de estos modos y de muchos otros, que sería largo enumerar, aquellos bienaventurados espíritus tienen cuidado solícito de nosotros.


                                       
San Rafael y Tobías en la Catedral de Murcia


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 334-5

Traducción de Donato González-Reviriego





[1] Tb 12, 12
[2] Ap 8, 3, 4
[3] Ct 8, 13

domingo, 29 de septiembre de 2013

La Universidad de Évora

     Fray Luis destaca la disponibilidad, el celo y la magnanimidad que el Cardenal puso en este empeño. Nuevamente el testimonio de fray Luis con su buen decir explicita de un modo eminente este proyecto de formación del clero: Nuestro príncipe, cebado con el gusto de este buen suceso y entendiendo cuánto importaba la abundancia de buena doctrina para edificación de las ánimas, determinó hacer un estudio universal de gramática, artes, teología y juntamente los mismos casos de conciencia y Sagrada Escritura. Y para que hubiese bastante número de lectores para todas estas facultades y clases, edificó un colegio solemne de los padres de la Compañía de Jesús (…) Y de los teólogos salían tantos a predicar las cuaresmas, que ningún lugar por pequeño que fuese carecía de predicador. De modo que como antes faltaban predicadores para los lugares, ahora ya faltaban lugares para los predicadores[1]. Este centro de renovación del clero diocesano dio eficaces frutos[2], lo que muestra a un tiempo la universidad pastoral que el Maestro Ávila había organizado en Baeza y en Andalucía[3].

Urbano Alonso del Campo, Vida y obra de fray Luis de Granada, Ed. San Esteban, Salamanca 2005




[1] Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XVI, F. U. E. Madrid 1997, p. 128
[2] Op. cit., p. 127-8
[3] Op. cit., p. 129-30

sábado, 28 de septiembre de 2013

En la fiesta de san Miguel Arcángel

     Pues contra esta tan grande soberbia san Miguel, peleando con los demás espíritus por la gloria de Dios, dice: ¿Quién hay entre los fuertes a ti semejante, oh Señor? ¿Quién hay semejante a ti? Es, en efecto, una maldad horrenda y detestable, que una criatura quiera arrogarse lo que es propio de la Majestad tremenda. Y por esta causa, por la victoria obtenida contra el dragón, recibió el nombre de Miguel. Porque Miguel significa: ¿Quién es semejante a Dios? Pues así como a Escipión el Africano –si es lícito comparar cosas terrenas y pequeñas con las celestiales- se le dio ese nombre por haber subyugado y vencido al África, así Miguel, por esta insigne voz con que ensalzó la gloria de Dios y atacó al dragón, recibió este nombre que encierra una singular fe, humildad y obediencia. Así pues, tomemos por nuestro patrón a este arcángel, quien quiso el Señor que fuera el príncipe de su milicia y el defensor de su gloria, y pidámosle humildemente, que el odio que él tuvo contra este monstruo de la soberbia, lo infunda en nuestras almas, y se digne alcanzarnos del Señor de las virtudes, la virtud de la humildad, por la cual él y los ángeles buenos, seguidores de su virtud, fueron confirmados y establecidos en gracia, para que andando por el camino de la virtud merezcamos llegar a su felicidad y gloria.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 372-5

Traducción de Donato González-Reviriego

jueves, 26 de septiembre de 2013

El V Concilio de Cartago

En fin, para no agarrarnos en un asunto tan importante a la sola razón, y para no fantasear que las normas de los concilios y las enseñanzas de los padres antiguos están anticuados, añadiré el decreto del concilio tridentino, congregado en nuestro tiempo para la reforma y cura de nuestras costumbres; en verdad, hace tabla rasa de todas las susodichas excusas. Dice así: Los que reciben el episcopado deben optar por conocer a fondo su oficio y sus obligaciones, y ser conscientes de que han de renunciar a sí mismos, a la riqueza y al lujo, y ocuparse de su grey para gloria de Dios. Y no duden que los fieles se incitarán más a la devoción y a la virtud si ven que sus prelados no piensan en las cosas del mundo, sino en la salvación y bienaventuranza de sus ovejas. Considerando, pues, el concilio que éste es el principal modo de restaurar la disciplina eclesiástica, amonesta a todos los obispos que, reflexionando frecuentemente sobre su oficio, se esfuercen por cumplirlo con su ejemplo y sus hechos que han de ser como una predicación continua, y sobre todo que su tenor de vida sea para los demás ejemplos de sobriedad, de modestia, de continencia y de santa humildad, tan grata a Dios. Por tanto, siguiendo las huellas de los padres del V concilio de Cartago, no sólo manda que los obispos se contenten con un menaje sobrio y una mesa frugal, sino que en todo lo concerniente a su casa y costumbres no haya nada que desdiga de su santo cargo, ni cosa que no huela a sencillez, celo de Dios y menosprecio de las vanidades. Hasta aquí lo que el concilio dice[1], zanjando la cuestión.




Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XV, F.U.E. Madrid 1997, p. 310-3





[1] Cf. Concilii Tridentini sess. XXV, cap. 1: Decreta, ed. Cit., p. 760

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Pidamos el auxilio celestial a la Virgen

Pero esto se refiere principalmente a su elogio. A nosotros nos interesa especialmente saber, si la sagrada Virgen, situada en tan grande altura, se baja a los ruegos de los parvulillos, que a ella le dirigimos, y si los acoge en el piadoso seno de su amor. ¿Acaso, pues, oh bienaventurada Madre te has olvidado de nosotros? ¿Acaso mueven tus entrañas nuestros gemidos y lágrimas? ¿Acaso nuestras voces llegan a tus castísimos oídos? Porque es un adagio, que con los honores se cambian las costumbres, y que aquellos, que desconociendo los males, viven en la prosperidad, no se preocupan de los miserables. Y así aquel copero del Faraón, que se hallaba preso con José en la cárcel, una vez que se vio en la prosperidad, se olvidó de su intérprete[1]. ¡Oh cuán lejos se halla de esta actitud la clementísima Virgen! Porque Dios, sumo dador de todos los bienes, nunca concede una grande excelsitud sino unida con una grande humildad y con un gran cuidado de los pequeños. ¿Cuánto mayor es, en efecto, la dignidad de los ángeles, que la de los hombres? Sin embargo, éstos continuamente están atentos a ayudar, defender y guardar a los hombres como enseña el Maestro celestial en la lectura del santo evangelio de hoy; Sus ángeles, dice, en los cielos están siempre viendo la cara de su Padre celestial[2]. Así pues, está tan lejos que la suma elevación de la Virgen produzca olvido o desprecio respecto de los hombres, que, antes bien, ha aumentado en gran manera su cuidado y caridad para con nosotros. Porque ¿quién duda, que cuanto mayor es la gloria, también es mayor la caridad y la gracia, y, por ende, mayor la misericordia para con los miserables? Pues esta misericordia, hermanos, necesitamos ahora nosotros, para que deponiendo todo ceño de soberbia y arrogancia, podamos seguir la humildad de la Virgen. Porque esta virtud cuanto más lejos está del afecto de la carne, tanto más necesita del auxilio celestial. Es verdaderamente cosa grande y que excede la facultad del hombre, que los que engreídos por la soberbia hemos venido al sermón, nos retiremos de él con un corazón abatido y humilde. Pues para esto pidamos humildemente el auxilio celestial por intercesión de la santísima Virgen.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 274-5

Traducción de Donato González-Reviriego



[1] Cf Gn 40, 10
[2] Mt 18, 10

sábado, 21 de septiembre de 2013

Jesús dijo a Mateo: Sígueme

Pasando Jesús vio un hombre sentado al telonio, llamado Mateo, y díjole: Sígueme. Y levantándose, siguiólo (Mt 9, 9).

         Refieren las historias de los gentiles que aquel Apeles, celebérrimo entre los pintores antiguos, habiendo terminado el retrato perfectísimo de la reina Elena, pintó también el suyo en la misma tabla muy expresivamente, para que no sólo aquella obra insigne, sino también el artista de la obra pasase a la posteridad. Esto me parece a mí que hizo el evangelista Mateo, quien después de haber propuesto como en un cuadro, para la salud e instrucción de los fieles toda la vida del Salvador, pintándola con vivos colores, se describió también a sí mismo con lenguaje clarísimo, es decir, su vocación admirable[1]. Pero en esto está tan lejos de buscar su gloria en dicha historia, como la buscó Apeles, que con la ignominia del oficio que ejercía expresó también su nombre, que los demás evangelistas silenciaron en atención a su honor. Porque habiendo tenido siempre todos los santos la intención de buscar la gloria del Señor aun con su propia ignominia, todo cuanto se refería a una mayor ampliación de la gloria divina, procuraban predicarlo a grandes voces. Y siendo una gran gloria de la bondad y poder divinos hacer una obra excelentísima de una vil y tosca materia por eso escribieron con cuidado no sólo quienes fueron después que Dios los perfeccionó, sino cómo eran antes. Y así Pablo se llama bien a las claras perseguidor de la Iglesia[2], blasfemo, y el primero de todos los pecadores, para que de esta manera aparezca cuánta bondad y poder fue haber transformado este vaso de ira y contumelia en vaso de elección y de gracia. Así Mateo escribe que él fue publicano, y que estaba sentado a la mesa de los recaudadores de impuestos, en aquel tiempo en que el Señor por piedad inefable y gratuita lo llamó a la función del oficio evangélico y apostólico[3]. Habiendo de predicaros hoy de esta admirable vocación, imploremos el auxilio celestial humildemente por intercesión de la santísima Virgen.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 199-201

Traducción de Donato González-Reviriego


[1] Cf. Mt 9, 9-13
[2] Cf. Co I 15, 9
[3] Cf. Mt 9, 9

viernes, 20 de septiembre de 2013

Oración de santo Tomás de Aquino para pedir todas las virtudes

     Todopoderoso y misericordioso Señor Dios, dadme gracia para que las cosas que son agradables a vuestra divina voluntad, ardientemente las desee, prudentemente las busque, verdaderamente las conozca y perfectamente las cumpla, para gloria y alabanza de vuestro sancto nombre. Ordenad, Señor, el estado de mi vida, y lo que me pedís que haga, dadme luz para que lo entienda, y fuerzas para que lo obre en manera que conviene para la salvación de mi ánima. Séame, Señor, el camino para Vos seguro, derecho y perfecto, y tal, que entre las prosperidades y adversidades guarde la paciencia, no ensoberbesciéndome en lo uno ni desmayando en lo otro. De ninguna cosa tenga gozo ni pena, sino de lo que me llegare a Vos, o me aparte de Vos. A nadie desee contentar sino a Vos, ni tema descontentar a otro que a solo Vos. Séanme viles todas las cosas transitorias por amor de Vos, y muy caras y preciosas todas las vuestras, y Vos, Dios mío, sobre todas ellas. Déme, Señor, en rostro todo gozo sin Vos, y no desee cosa fuera de Vos; séame deleitoso cualquier trabajo que me viniere por Vos, y enojoso cualquier descanso sin Vos. Dadme que a menudo levante a Vos mi corazón; y si alguna vez de esto faltare, recompense la falta con dolerme de ella y proponer enmendarla.
      Hacedme, Señor Dios mío, humilde sin fingimiento, alegre sin distraimiento, triste sin descaecimiento, maduro sin pesadumbre, prompto para las cosas de vuestro servicio y sin liviandad, verdadero sin doblez, casto sin corrupción, temeroso sin desesperación y confiado sin presumpción.
         Dadme que corrija yo al prójimo sin fingimiento, que le edifique con palabras y obras sin soberbia, que obedezca a los mayores sin contradicción, y que sufra voluntariamente los trabajos sin murmuración. Dadme, dulcísimo Dios mío, un corazón velador que ningún mal pensamiento lo aparte de Vos, un corazón noble que ningún bajo deseo tras sí lo lleve, un corazón valeroso que ningún trabajo lo quebrante, un corazón libre que nadie baste a forzarle, y un corazón derecho que ninguna mala intención pueda torcerle. Dadme, dulcísimo y suavísimo Señor Dios mío, entendimiento que os conozca, cuidado que os busque, sabiduría que os halle, y vida que siempre os agrade y contente, perseverancia que confiadamente os espere, y esperanza que felizmente os abrace. Dadme que merezca yo ser clavado en vuestra cruz por penitencia, y que use de vuestros beneficios en este mundo por gracia, y goce de vuestras alegrías en el cielo por gloria. Amén.




Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. III, F.U.E. Madrid 1994, p.  98-9

Oración a Nuestra Señora para después de la Comunión

      Santa María, dignísima Madre de nuestro Señor Jesucristo, serenísima Reina del cielo y de la tierra, que mereciste traer en tu sacratísimo vientre al mismo criador de todas las criaturas, cuyo venerabilísimo Cuerpo yo he rescebido, ten, Señora, por bien de entrevenir por mí, para que cualquier cosa que contra este sacramento he pecado por ignorancia, o por negligencia, o por malicia, todo me lo perdone por tus ruegos Jesucristo tu Hijo. El cual con el Padre y Espíritu Sancto vive y reina en los siglos de los siglos. Amén.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. III, F.U.E. Madrid 1994, p.  95-6

viernes, 13 de septiembre de 2013

La Exaltación de la Cruz del Salvador


También es muy notorio el milagro que acaesció en la exaltación de esa misma Cruz, cuando la llevaba sobre sus hombros el emperador Heraclio, vestido con ropas imperiales, porque, llegando a la puerta por donde el Salvador pasó con esa misma Cruz, no pudo pasar adelante hasta que se desnudó las ropas imperiales, y se vistió de un humilde hábito[1].


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. X, F.U.E. Madrid 1996, p.  257


[1] Cf. NICÉFORO, Eclesiástica historia. PG 145

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El beneficio de la conservación

      Y no contento con haberte criado en tanta dignidad y gloria él mismo es el que, después de criado, te conserva en ella, como él mismo lo dice por Isaías: Yo soy tu Señor Dios, que te enseño lo que te conviene saber, y te gobierno por el camino que andas[1]. Muchas madres, contentas con el solo trabajo de haber parido los hijos, no se quieren encargar de la crianza de ellos, sino buscan para esto una ama que las descargue. Mas acá no es así, sino que el mismo Señor se quiso encargar de todo, de tal manera que él es la madre que nos engendró, y el ama que nos cria con la leche y regalo de su providencia, según él mismo lo testifica por un profeta, diciendo. Yo era como ama de Efraim, y los traía en mi brazos, y ellos no entendieron el cuidado que yo tenía de ellos[2]. De manera que uno mismo es el hacedor y el conservador de todo lo hecho, y así como sin él nada se hizo, así también sin él todo se desharía. Lo uno y lo otro confiesa claramente el profeta David por estas palabras: Todas las cosas, Señor, esperan de ti que les des su ración y mantenimiento a sus tiempos; y dándóselo tú, lo reciben; y extendiendo tu la mano de tu largueza, son llenas y abastadas de todo lo que han menester. Mas apartando tú el rostro de ellas, luego se turbarán y desfallecerán y se volverán a aquel mismo polvo de que fueron hechas[3]. De manera que, así como todo el movimiento y concierto de un reloj depende de las ruedas que lo traen y llevan en pos de sí, de tal modo que, si ellas parasen, luego todo aquel artificio y movimiento pararía, así todo el artificio de esta gran máquina del mundo depende de solo el peso de la divina providencia: de tal manera que si ella faltase de por medio, todo lo demás luego faltaría.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. I, F.U.E. Madrid 1994, p.  227



[1] Is 48, 17
[2] Os 11, 3
[3] Sal 144, 15-16

El desagradescimiento

Una de las mayores quejas que nuestro Señor tiene de los hombres, y de que les ha de hacer mayor cargo el día de la cuenta, es el desagradecimiento de sus beneficios. Por esta queja comenzó el profeta Isaías las primeras palabras de su profecía, llamando por testigos al cielo y a la tierra contra la ingratitud y desconocimiento de los malos. Oye, dice él, cielo, y recibe mis palabras en tus oidos, tierra; porque el Señor Dios ha hablado: Hijos crié y ensalcé, y ellos me han menospreciado. El buey conosció a su posesor, y el asno al pesebre de su señor; mas Israel no me ha conocido, ni mi pueblo ha querido entender[1]. Pues ¿qué cosa más extraña que no reconocer el hombre lo que reconocen las bestias? Y, como dice sant Hierónimo sobre este paso, no los quiso comparar con otros animales más entendidos, como es el perro, que por un poco de pan defiende la casa de su señor, sino con los bueyes y con los asnos, que son animales más torpes y rudos: para dar a entender que los ingratos no son como quiera bestias, sino muy más brutos que las más brutas de las bestias.
            Pues ¿de qué pena será merecedora tan grande bestialidad? Muchas penas tiene Dios aparejadas para los ingratos, mas la más justa y más ordinaria es despojarlos de todos los beneficios recibidos, pues no acuden al dador con el debido agradecimiento de ellos. Porque, como dice sant Bernardo, el desagradecimiento es un viento abrasador que seca el arroyo de la divina misericordia, y la fuente de su clemencia, y la corriente de su gracia[2]

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. I, F.U.E. Madrid 1994, p.  223



[1] Is 1, 2-3
[2] In Cant., sermo 51: PL 183, 1027;  Sermo de sep. Misericord.: PL 183, 339