lunes, 25 de febrero de 2013

Del amor de Dios


Estando yo en la casa de la soledad como animal solitario que hace su habitación en la tierra yerma y apartada, comenzando de sentir el viento de mi amor, abro mi boca y atraigo el espíritu, y algunas veces, Señor, estando yo como cerrados los ojos, suspirando por ti, pones en la boca de mi corazón una cosa que no me conviene a mí saber lo que es. Siento el sabor, y siento la dulzura, la cual de tal manera me conforta, que si cumplidamente se me diese, no me quedaba más que desear. Hasta aquí son palabras de sant Bernardo[1], con las cuales, aunque por diversas semejanzas, concuerdan las de la esposa de los Cantares, que dice: Yo duermo, y vela mi corazón[2]. Porque ¿qué quiere decir esto, sino que así como el que duerme tiene por todo aquel tiempo suspensos y en silencio todos sus sentidos, ca ni oye, ni ve, ni habla, ni desea nada, así algunas veces se comunica Dios al ánima con una tan grandísima suavidad y amor, y derrama sobre ella como un río de paz, con el cual queda tan harta, tan satisfecha y tan contenta, que por entonces duerme a todos los deseos y cuidados de esta vida, porque no tiene más cuenta con ellos que el que está durmiendo?.
Y no se contenta con llamar éste, sueño, sino en otra parte del mismo libro lo llama muerte, diciendo: Fuerte es el amor como la muerte[3]. Las cuales palabras declara un sancto diciendo que es tan grande la fuerza del amor de Dios, cuando está en su perfección, que arrebata con la grandeza de su deleite todas las potencias de nuestra ánima, y las hace por entonces estar como muertas a todos los gustos y apetitos del mundo. Esto es propio de aquella caridad que llaman los santos violenta[4], porque el alegría y suavidad que trae consigo esta manera de caridad es tan grande, que todas las fuerzas de nuestra ánima poderosamente, aunque dulcemente, arrebata y lleva en pos de sí, y las aparta del amor y gusto de las cosas terrenas, y las traslada a Dios. Y esta misma se llama por otro nombre caridad herida[5], porque de tal manera hiere y traspasa el corazón, que así como el que está herido no puede dejar de estar pensando en lo que le duele, así el que está herido con este amor, no puede dejar de pensar ni desapegar el pensamiento de lo que ama sino con grande dificultad.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t.V, F.U.E. Madrid 1995, p. 293-4



[1] Cf. PSEUDO-BERNARDO, De amore Dei, 9
[2] Ct 5, 2
[3] Ct 8,  6
[4] RICARDO DE SAN VÍCTOR, De quattuor gradibus violentae caritatis: PL 196, 1207-24
[5] Ibid. 1208

domingo, 24 de febrero de 2013

Lactancio: Del Crucifijo


DEL CRUCIFIJO QUE ESTÁ EN LA ENTRADA DE LAS IGLESIAS
COMPUESTA POR LACTANCIO FIRMIANO

   Quienquiera que por aquí pasas, y subes por estas gradas del templo, espera un poco, y pon los ojos en mí, que siendo inocente, por tus culpas tan cruel muerte padescí. Yo soy aquél que habiendo lástima de la caída miserable del género humano, vine a este mundo a ser medianero de paz y perdón copioso de la culpa común. Aquí se dio una clarísima luz a la tierra, aquí está la imagen de la verdadera salud, aquí soy tu descanso, camino derecho, redempción verdadera, bandera de Dios y estandarte real, digno de perpetua recordación.

  Por tu causa y por amor de tu vida entré en el vientre de una virgen, por ti fui hecho hombre, y por ti padecí terrible muerte, sin hallar descanso en todos los fines de la tierra, sino en todo lugar amenazas y en todo lugar trabajos. El establo y las majadas ásperas de Judea fueron la hospedería de mi nacimiento y las compañeras de mi pobre madre. Aquí entre las bestias brutas tuve una cama de paja en un angosto y humilde pesebre. Los primeros años de mi edad viví en tierra de Egipto, desterrado del reino de Herodes, y vuelto de ahí, gasté los otros en Judea, donde siempre padecía hambre, siempre trabajos y extrema pobreza. Y con esto siempre trabajé por encaminar a los hombres con saludables consejos al estudio de la virtud, acompañando y confirmando mi doctrina con obras maravillosas. Por las cuales cosas la malvada Hierusalem, movida con crueles odios y rabiosa envidia, y ciega con furor, extendió sus manos contra mí, y me procuró en una terrible cruz muerte cruel. La cual si yo quisiere explicar por sus partes, y tú quisieres conmigo acompañarme y sentir todos mis dolores, pon primero ante los ojos los ayuntamientos y consejos de mis enemigos, y las celadas que me armaron, y el precio vil de mi inocente sangre, y los besos fingidos de mi discípulo, y el acometimiento y los clamores de aquella cruel compañía. Piensa también aquellos crueles azotes, y aquellas criminosas lenguas tan aparejadas para mentir, aquellos testigos falsos, y aquel perverso juicio del ciego presidente, y aquella grande y pesada cruz cargada sobre mis enflaquecidos hombros y espaldas cansadas, y aquellos pasos dolorosos con que caminé a la misma cruz. Y después de puesto en ella, mírame levantado en alto y desviado de los ojos de la dulce madre, y rodéame dende los pies a la cabeza por todas partes. Mira los cabellos cuajados con sangre y la cerviz ensangrentada debajo de ellos, la cabeza agujereada con crueles espinas, corriendo hilos de sangre viva sobre el divino rostro. Mira también los ojos cerrados y oscurecidos, y las mejillas afligidas, y la lengua seca y atoxicada con hiel, y el rostro amarillo con la presencia de la muerte. Mira los brazos extendidos, y las manos atravesadas con clavos, y la herida grande en el costado, y el río de sangre que mana de ella, los pies enclavados, y todos los miembros sangrientos.

           Hinca, pues, las rodillas, y adora este venerable madero de la cruz, y besando la tierra sangrienta con boca humilde, derrama sobre ella muchas lágrimas, y nunca me pierdas de vista, ni me apartes de tu corazón, siguiendo siempre los pasos de mi vida. Y considerando estos tormentos y esta muerte cruel, con todos los otros innumerables trabajos y dolores míos, aprende de aquí a padecer adversidades, y tener perpetuo cuidado de tu salud[1].



Basílica de la Caridad de Cartagena

                            
                           
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t.V, F.U.E. Madrid 1995, p. 284-5




[1] LACTANCIO FIRMIANO, la atribución de estos versos a este autor no está confirmada en la actualidad

martes, 19 de febrero de 2013

Traducciones: 4. Perla Preciosísima


              A LOS MAITINES

Abre mi boca, Señor
Inflámame sin tardanza,
Porque tu digna alabanza
Cante y diga a cada hora

Señora, en mi ayuda entiende
Con priesa muy aquejosa,
Y en la muerte me defiende,
Que es hora muy peligrosa.

Gloria sea siempre al Padre,
Al Hijo, al  Espíritu Santo,
Que adornó de gracias tanto
A ti, virgen y madre.

Lumbre más clara que el día,
Piélago de amor sin suelo,
Y emperadora del cielo,
Señora virgen María.
En el mar de tu excelencia,
Reina bienaventurada,
Como corcho encima nada
La más prudente elocuencia.

Toda eres hermosa,
Amiga y señora mía,
Y no es en ti alguna mancilla.
Oye, bendita señora,
Esta mi pobre oración
Y cumple mi petición
Por Aquél que tu ánima adora.

Oremos, haciendo memoria de tu santa concepción: Muy dulce señora, madre de Dios, virgen sin mancilla, reina bendita de mi ánima, esperanza nuestra: te suplico humildemente por las entrañas de tu piedad y por aquella bienaventurada hora en que fuiste hecha arca e silla de la Santísima Trinidad, madre del Hijo de Dios y abogada de los pecadores, me ganes cumplido perdón de todos mis pecados y entera enmienda de mi vida y muy buen fin y entrañable compasión de las llagas de tu Hijo, y los dolores de tu corazón. Y ruega, bendita señora, por los fieles finados, y por el pueblo cristiano, y por todo el mundo, amén. Bendigamos al Señor, a Él sean siempre muchas gracias.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XVIII, F.U.E. Madrid 1998, p. 601-2 

domingo, 17 de febrero de 2013

Contemptus mundi


      De la Imitación de Cristo se han hecho en español numerosas traducciones, pero la más divulgada es, sin duda, la atribuida a fray Luis, que salió a luz en Sevilla, 1536, en los tórculos de Jacobo Cromberger, bajo el epígrafe Contemptus mundi (Menosprecio del mundo), “nuevamente romançado”; en el epílogo se reiteraba y ampliaba la muletilla, usual en los impresos de aquella época:”nuevamente romançado por muy mejor y más apacible estilo que solia estar”.
No era, a pesar del slogan publicitario, una nueva traducción en sentido pleno, sino un aggiornamiento de una precedente. El ’nuevo estilo’ o ‘nuevo romance’ es, desde luego, muy apacible y hermoso. Andando el tiempo el padre Juan Eusebio Nieremberg retocó (o embarrocó: no voy a enzarzarme en esto) la versión de 1536. Llaneza y, a su zaga, Getino, carearon las dos traducciones –la atribuida a Granada y la remodelada por Nieremberg- y condenaron a este a plagio inconfeso.
Getino cargó innecesarias varas sobre este asunto, sin percatarse que pocos años antes, en 1942, J. Tarré había puesto en tela de juicio la atribución a fray Luis del Contemptus mundi “nuevamente romançado” (Sevilla, 1536), prohijándola a san Juan de Ávila.
La hipótesis de J. Tarré fue secundada por Luis Sala, eminente y malogrado avalista. Y en 1985 F. Martín reestampó el clásico texto sevillano a nombre de san Juan de Ávila.
Los argumentos de Tarré y de Sala –F. Matín no aporta ninguno nuevo- no son perentorios o apodícticos. Ni la crítica los ha aceptado. No saldré a esta palestra a discutir la hipótesis. Insisto en lo que ya apunté en la biografía de fray Luis[1]. Hay un argumento valioso para desechar la hipótesis de Tarré, un argumento que en vano soslayan sus patrocinadores; es el testimonio o declaración del mísmísimo san Juan de Ávila, que explícitamente escribió: “yo no he puesto en orden cosa alguna para imprimir, sino una Declaración de los diez mandamientos, que cantan los niños de la doctrina[2], y este tratado de ahora: el Audi, filia"[3]...
Esa traducción, tan pulcra, fue retraducida al italiano y publicada varias veces como 'obra' de fray Luis. ¡No son curiosidades, sino hados de los libros!. NOTA CRÍTICA, del PROFESOR ÁLVARO HUERGA al tomo de Traducciones de fray Luis de Granada.




Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XVIII, F.U.E. Madrid 1998, p. 641-4




[1] Cf. A. HUERGA, Fray Luis de Granada. Una vida al servicio de la Iglesia, Madrid  B.A.C., 1988 p. 76-8
[2] JUAN DE ÁVILA, Doctrina cristiana que se canta, Valencia 1554, reed. de A. HUERGA
[3] JUAN DE ÁVILA, Libro espiritual (Audi, filia), Madrid 1574 , Prólogo

Traducciones: 2. Escala Espiritual


                                    RECAPITULACIÓN BREVE

                                       DE TODO LO SOBREDICHO

         En la cual se trata de cómo la fe, esperanza y caridad es principio de las tres partes de la renunciación que al principio de este libro se trató. Trátase también aquí de la causalidad y dependencia que tienen unas virtudes de otras y unos vicios de otros. Item, decláranse muchas cosas espirituales por comparación y semejanza de  cosas naturales. Y al cabo pónese una escalera de todos los grados de las virtudes, comenzando del conocimiento de Dios, hasta el postrero, que es el cumplimiento de la caridad y de la bienaventurada tranquilidad.
         La fe viva y firme es madre de la renunciación; porque, representándonos la excelencia y hermosura de los bienes advenideros, nos hace despreciar los presentes; así como, por el contrario, la infidelidad es causa de abrazarlos y estimarlos en mucho. También la esperanza firme y estable es puerta para despedir las aficiones y pasiones de nuestro corazón: y por el contrario la desconfianza de Dios y de su providencia es causa de la desordenada afición que los hombres tienen a las cosas terrenas. La caridad también es raíz y causa del menosprecio de todas las cosas transitorias y de caminar a Dios, porque el que fervorosamente le ama, todas las cosas desprecia y siempre supira por Él; mas por el contrario, el amor desordenado de sí mismo hace al hombre amar el camino por la patria, el destierro por el reino y el criador por la criatura.
         La reprehensión de sí mismo y el verdadero y entrañable deseo de la salud espiritual es causa de la obediencia y sujeción al padre espiritual. La meditación de la muerte y la memoria continua de la hiel y vinagre de Cristo es la madre de la abstinencia. La quietud de la soledad es ayudadora de la castidad, y el ayuno es quebrantamiento y amortiguamiento de los incentivos de la carne. La contrición del ánima es enemiga y contraria a los pensamientos deshonestos. La fe y la virtud de la peregrinación es muerte de la avaricia.
         La misericordia y la caridad entregan el cuerpo a la muerte, si es menester, cuando lo piden estas virtudes.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XVIII, F.U.E. Madrid 1998, p. 515-6 

No vive el hombre con pan solo


          LA SUJECIÓN

        La sujeción se coloca entre las formas de los argumentos, porque tiene fuerza de argumentar. Y esta misma se cuenta entre las figuras, porque es de exquisito primor. Frecuentemente usamos de ella en la confutación, cuando respondemos a lo que puede oponerse contra nosotros, con una breve sujeción a la razón. Así, pues, san Jerónimo en la Carta a Heliodoro, en que le exhorta a la vida solitaria, satisface a las tácitas objeciones de este modo: “¿Temes la pobreza? Pero Cristo llama bienaventurados a los pobres. ¿Te amedrenta el trabajo? Mas ningún atleta se corona sin sudor. ¿Piensas en la comida? Pero la fe no teme el hambre. ¿Has miedo de lastimar en el duro suelo tus miembros, consumidos de los ayunos? Mas el señor se acuesta contigo. Pónete horror el desaliñado pelo de tu sucia cabeza? Pero tu cabeza es Cristo. ¿Te espanta la inmensa soledad del yermo? Mas paséate en espíritu por el paraíso. Cuantas veces con la contemplación allá subieres, tantas no estarás en el desierto. Sin los baños ¿se pone áspera y dura la piel de tu cuerpo? Pero el que una vez se lavó en Cristo, no necesita de lavarse otra. Y para responder brevemente a todo, oye al apóstol que dice: No tienen proporción los sufrimientos de la vida presente con aquella gloria que algún día se descubrirá en nosotros[1]”. Hasta aquí Jerónimo.
         Con esta misma figura celebra y alaba san Cipriano a los felicísimos confesores de Cristo, que estaban condenados al trabajo de las minas, por estas palabras: “El cuerpo en las minas no se abriga con cama y colchones, pero con el refrigerio y consuelo de Cristo se recrea. Las entrañas, fatigadas de los trabajos, yacen en el suelo; mas echarse con Cristo no es pena. Sin el uso de los baños se ensucian los miembros, por el sitio e inmundicia desfigurados; mas por dentro espiritualmente se limpia lo que por fuera carnalmente se empuerca. Hay allí poco pan; pero no vive el hombre con pan solo, sino con la palabra de Dios. Falta ropa a los que tienen frío; pero bien vestido y aderezado está el que viste a Cristo. La cabeza medio trasquilada tiene espeluzado el cabello; pero siendo Cristo la cabeza del varón, preciso es que lo que es insignia para el nombre del señor parezca bien en aquella cabeza, cualquiera que sea. Esta deformidad tan aborrecible y fea a los ojos de los gentiles, ¿con qué resplandor será premiada?”[2].

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXIII, F.U.E. Madrid 1999, p. 210-1
Traducción auspiciada por José Climent





[1] Rm 8, 18 en S. JERÓNIMO, Epist., 14, 10 (ad Heliodorum): PL 22, 354
[2] Mt 4, 4; Lc 4, 4; S. CIPRIANO, Epist. 76, II, 4-5 ( Ad Nemesium)

jueves, 14 de febrero de 2013

El valle de Acor


Les da el valle de Acor, es decir, el valle de la conturbación, como puerta de esperanza, pues, cuando por el magisterio celestial se conoce la fealdad y deformidad horrorosa de los pecados, en los que el hombre yació tanto tiempo, el alma es sacudida por el miedo, el dolor y la inquietud, y con esta perturbación se levanta a la esperanza de la misericordia divina, porque entiende que es verdad lo que dice el profeta: Un espíritu afligido es un sacrificio a Dios, no despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado. Por esto, dice san Agustín, ‘el verdadero penitente se duele y al mismo tiempo se alegra en su dolor; teme y de este temor saludable se levanta a la esperanza del perdón, perdón que ha sido prometido a los que se arrepienten y temen a Dios’[1].

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXVII, F.U.E. Madrid 2000, p. 162-3

Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía



[1] PSEUDO-AGUSTÍN, De vera et falsa poenitentia, 13: PL 40, 1124

domingo, 10 de febrero de 2013

Rema hacia alta mar II


Habiendo el Señor enseñado al pueblo desde la navecilla de Pedro, dijo a éste: Rema hacia alta mar y echad las redes para pescar[1]. Con estas palabras quiso indicar el Señor la conversión de los gentiles, que habitaban regiones muy distantes. Por este motivo Isaías anuncia que será izada una enseña para los pueblos. Y añade: He aquí que el Señor proclama este pregón hasta los confines de la tierra[2]. Por eso, cuando mandó echar las redes en alta mar, es como si dijera a Pedro, príncipe de los apóstoles: Extiende la red evangélica por toda la superficie de la tierra. A nadie exceptúo, a nadie excluyo del beneficio de mi redención y salvación. Creé a todos los hombres, a todos quiero hacer partícipes de mi felicidad y de mi gracia. ¿Acaso soy Dios sólo de los judíos? ¿No lo soy también de los gentiles? Sí, por cierto, también de los gentiles. Rema hacia alta mar y echad vuestras redes para pescar, no peces, sino hombres; no redes que pongan asechanzas de muerte para los peces, sino redes que conquisten hombres para la vida. Rema hacia alta mar, es decir, hacia lo más interior del mar. Es corrientísimo entender el mar como figura del mundo. Este mar, en efecto, se hincha por la soberbia, hierve por la avaricia, se cubre de espuma por la lujuria y levanta diversas olas y borrascas por las variadas tentaciones de los espíritus inmundos.
         Pues en este mar del mundo mandó el Señor echar las redes para pescar. Y la red con la que son extraídos de este mar los peces está como tejida con variados hilos, no con los de la ciencia o elocuencia humanas, ni con las agudezas de los filósofos, sino con los de las palabras de la celestial doctrina, de los poderes del Espíritu Santo y de las obras milagrosas. Por eso dice san Pablo: Mi palabra y mi predicación no consistieron en persuasivos discursos de la humana sabiduría, sino que fueron manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se funde no en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios[3]. Efectivamente, estas redes apostólicas, como dice Ambrosio, sacan a los hombres de lo profundo de este mar a la luz, y a los agitados por las olas los hacen subir del abismo al cielo[4].
      ¿Quiénes son estos peces que yacen sumergidos en lo profundo de las aguas?. Ciertamente aquellos que nunca levantan los ojos al cielo, que no piensan en absoluto en la vida futura, que no se acuerdan de que han sido creados y modelados por Dios para la vida eterna, que sólo se preocupan, anhelan y desean las cosas de la tierra. Porque al modo como las aves y los otros animales continuamente se preocupan sólo de lo necesario para el sustento, así éstos, como si estuvieran privados de la razón, sólo buscan, con todo cuidado y afán, los bienes terrenos, con los que asegurar la vida corporal. Precisamente a sacarlos del profundo remolino de las aguas para que puedan respirar a pleno pulmón está destinada la red evangélica. Felices en verdad serán aquellos a quienes esta red saca del abismo de los pecados y errores a la luz, del sórdido cieno a la pureza de la vida, de las olas de las pasiones al empeño de una vida íntegra e inocente.
         Así, pues, habiendo mandado el Señor a Pedro echar las redes, él por su parte, respondió: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos cogido nada; pero, en tu palabra, echaré las redes, etc.[5]. De estas palabras de Pedro claramente se deduce cuánto excede el poder divino la habilidad humana, pues ésta bregando toda la noche no consigue nada y, en cambio, el poder divino hace en un instante lo que la habilidad humana nunca puede realizar, ni siquiera con mucho trabajo. La verdad de esta afirmación la experimentan frecuentemente no sólo los hombres del siglo en sus proyectos y empresas, sino también los hombres espirituales, que se consagraron por entero a la práctica de las cosas divinas. Efectivamente, muchas veces, bregando toda la noche en el ejercicio de la plegaria y tratando de conseguir la presencia del Señor, les parece que han trabajado en vano al no conseguir ningún fervor de la caridad, ningún consuelo de devoción, ningún gozo espiritual.
         Y, sin embargo, a veces sucede a estos mismos que sin buscarle les sale al encuentro el suspirado Señor, y los previene con bendiciones de dulzura y los inunda con la abundancia de la gracia de la divina consolación. Por tanto, en medio de estas vicisitudes el hombre justo conoce su debilidad y el don del poder divino. Con lo primero avanza en la humildad, con lo segundo en el fervor de la caridad, pues el espíritu humano, cuando se ve de este modo privado de la luz y custodia divina y cubierto por las tinieblas de la tristeza, conoce claramente su pobreza y debilidad. Y cuando por el contrario, ve que estos consuelos divinos huyen a veces siendo buscados y vuelven frecuentemente sin buscarlos, comprende fácilmente que son no tanto conquistas de la actividad humana cuanto beneficios de la divina liberalidad….
         Cuando, por tanto, Pedro hubo echado las redes por mandato del Señor, cogió tanta cantidad de peces que llenó las dos navecillas.. Los Santos Padres interpretan las navecillas de este pasaje como las dos clases de hombres que componen la única Iglesia, a saber judíos y gentiles.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXVI, F.U.E. Madrid 2002, p. 252- 257

Transcripción y traducción de Carlos Cristóbal Cano y Álvaro Huerga



[1] Lc 5, 4
[2] Is 62, 10-11
[3] Co I, 2, 4-5
[4] S. AMBROSIO, Expositio evangelio sec. Lucas, lib. IV, 72: PL 15, 1718
[5] Lc 5, 5

Rema hacia alta mar I


     No carece de  misterio que quisiese que la nave fuese apartada un poquito de tierra. San Agustín explica esto de modo que instruye al predicador para que en la tarea de enseñar no se adhiera excesivamente a la tierra ni se aleje demasiado de ella, es decir, para que, enseñando lo terreno, no se acomode  al deseo de los hombres instintivos, que sólo se complacen en las cosas terrenas, ni, por el contrario, pretenda enseñar cosas demasiado elevadas o difíciles, cosas que no puedan comprender los oyentes.  De este modo se acomodaba ejemplarmente Pablo a la capacidad del pueblo: hablaba con lenguaje elevado de sabiduría entre los perfectos y alimentaba con leche a los débiles[1].
       Cuando terminó de enseñar a la multitud en la navecilla de Pedro, dice a éste. Rema hacia alta mar y echad las redes para pescar[2]El piadoso y benigno Señor no quiso dejar sin premio ni siquiera aquella pequeña atención de Pedro. Si es tan grande su generosidad y magnificencia que no deja sin premiar ni siquiera un vaso de agua fresca[3]. ¿qué tiene de sorprendente si quisiera remunerar con toda magnificencia esta tan pronta voluntad de Pedro?. Pues él no paga por igual, al modo de los mercaderes, sino que por su divina generosidad recompensa lo poco con lo mucho. De este modo premió a Pedro: por haber puesto a su disposición una navecilla para predicar, le da dos cargadas de peces. Le dice: Rema hacia alta mar y echad las redes para pescar. Simón Pedro le responde: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos cogido nada; pero, en tu palabra, echaré las redes[4]. En estas palabras se ensalza al máximo la obediencia de Pedro, pues, al invitarlo el Señor a una nueva pesca, obedeció con sencillez la orden de éste. Ciertamente Pedro, sirviéndose de la prudencia humana, hubiera podido responder al Señor con las palabras que acabamos de citar: Maestro durante toda esta noche, que es el tiempo mejor para pescar, exploramos todos los lugares de este mar que estimábamos más idóneos para la pesca, y no cogimos nada; por tanto, ¿cómo podremos capturar algo ahora, con la claridad meridiana?. Por tanto ¿para qué probar de nuevo en vano la fortuna del mar, máxime cuando ya, desesperados de capturar algo, hemos lavado y plegado las redes?. Esto hubiera podido responder Simón.
     Pero, haciendo memoria de su nombre Simón quiere decir obediente, no responde nada, no alega nada contra el que manda, sino que con ánimo sencillo y rápido ejecuta el mandato del Señor.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXVI, F.U.E. Madrid 2002, p. 224-227

Transcripción y traducción de Carlos Cristóbal Cano y Álvaro Huerga



[1] Cf. Co I, 3, 1
[2] Lc 5, 4
[3] Cf. Co I, 2, 6-3; 3
[4] Lc 5, 5

jueves, 7 de febrero de 2013

De los milagros de nuestra edad


DE LA DECIMAQUINTA EXCELENCIA DE LA RELIGIÓN CRISTIANA, QUE ES SER CONFIRMADA POR MUCHOS Y MUY GRANDES MILAGROS.

         Después del testimonio de los santos doctores y de los mártires, síguese otro mayor, que es el de los milagros. Para lo cual es de saber que la divina Providencia, que dispone todas las cosas suavemente, y las ordena en número, peso y medida, que es con summa igualdad y sabiduría, no había de obligar al hombre a creer cosas que están sobre toda razón y sobre todas las leyes de la naturaleza, sin medios eficaces y proporcionados para creerlas. Ca por medios sobrenaturales se han de probar las cosas que sobrepujan toda la facultad de naturaleza. Estos medios son milagros y profecías, de que aquí habemos agora de tratar. Porque milagros son obras de solo Dios, que puso leyes a las criaturas que él crió, las cuales nadie puede dispensar sino solo el que las dio. Y esto es hacer milagros, como es mandar al fuego que no queme, como lo hizo con aquellos tres santos mozos echados en el horno de Babilonia[1], y mandar al agua que no corra al lugar bajo, como lo hizo deteniendo las aguas del río Jordán, para que pasase su pueblo a pie enjuto por él[2].
         Pues estos milagros son pruebas tan suficiente de la fe, que ninguna demostración matemática iguala con ellos. Porque haciéndose un milagro en confirmación de la doctrina que se predica es visto ser Dios el testigo de ella, pues nadie puede hacer milagros, sino solo él, o sus santos por él. Y el testimonio de Dios excede todos los otros testimonios y argumentos de verdad que puede haber. De aquí procedió la fe de muchos, y el conocimiento del verdadero Dios, como parece por muchos ejemplos así del viejo como del nuevo Testamento[3]
            Agora vengamos al testimonio de los milagros, con que está fundada nuestra fe, los cuales como sean más que las estrellas del cielo, si mirásemos los que están escritos en las vidas de los santos, yo aquí no entiendo referir sino pocos, mas estos tan ciertos y averiguados, que ningún hombre, si fuere cuerdo y avisado, aunque sea infiel, pueda poner sospecha en ellos[4]
            Porque los milagros recientes, que tienen presentes los testigos, suelen mover más los corazones, pido al cristiano lector o se canse dq qu añadamos otros tres a los que están referidos. Y por ser ellos tan nuevos, me fue necesario pedir licencia a las partes a quien tocaban para escribirlos[5].

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. X, F.U.E. Madrid 1996, p. 249-293ss

                                                           *****

            En el diario ABC apareció hace poco  el siguiente titular: La inexplicable curación de un niño español. Dado el caso de que el padre era compañero de un hijo mío, me animo a escribir el relato que apareció en el periódico, con el consiguiente permiso del padre.

            Chema es el segundo hijo de Concepción e Ignacio. Nació con  hidrocefalia, pero, después de un tratamiento, terminó por ser un niño como cualquier otro. En marzo de 2009, después de unos espasmos fisicos diesen la voz de alarma, le fue diagnosticada una rara y terrible enfermedad: el síndrome de Rassmussen. Los médicos dieron la única solución que se conoce: extirpar parte de la mitad dañada del cerebro, en concreto, las zonas que controlan el aparato motor.
Sus padres, abuelos y un inabarcable número de amigos y conocidos le dedicaban su cariño y sus rezos. Concepción e Ignacio visitaban a diario la capilla del hospital, encomendaban su pequeño a la Virgen y pasaban largos ratos ante el Santísimo…
Concepción no sólo pidió la sanación de Chema: Durante la oración sentía que Juan Pablo II podía interceder por Chema, y que el milagro que hiciese con él podría suponer la canonización del Papa. Así que comenzó a pedir la intercesión del Pontífice, su marido también pedía la intercesión del Papa.
En agosto, como los médicos se iban de vacaciones y no podían hacer el seguimiento, se fijó una nueva fecha  para la operación, ya después del verano. Pero no hizo falta: un día, Chema empezó a mover el brazo. Después, las piernas. Y más adelante se irguió con normalidad. Los médicos del Niño Jesús se lo confirmaron en septiembre a la familia: no se habían equivocado de diagnóstico, no tenían explicación médica, no sabían qué había pasado. ‘Nos dijeron que la Medicina no lo explica todo, que la enfermedad, simplemente había desparecido, y le dieron el alta al niño’, dice la madre.
            Su caso está en manos de la Causa de canonización de Juan Pablo II.[6]



[1] Dn 3, 21-50
[2] Jos 3, 14-17
[3] FRAY LUIS DE GRANADA t.X, p. 249-250
[4] FRAY LUIS DE GRANADA t. X, p. 253
[5] FRAY LUIS DE GRANADA t. X, p. 293
[6] ABC, Alfa y Omega, Aquí y ahora

domingo, 3 de febrero de 2013

En la Purificación de la Virgen


     Pero, volviendo a la purificación de la Virgen, me pregunto yo: ¿qué obligación tenías tú, Virgen purísima, de cumplir una ley, que sólo obligaba a las mujeres impuras?. Porque tú no sólo fuiste purísima antes del parto, sino incluso después de él eras más pura que los mismos astros. La propia ley te excluye a ti claramente cuando dice: Si la mujer, conociendo al hombre, da a luz[1]. ¿Por qué añadir estas palabras, que parecían innecesarias, sino porque el legislador había puesto sus ojos en esta madre única, que concebiría y daría a luz de un modo tan diferente?.
         Antes de responder a esta pregunta, permitid, hermanos, que declare en pocas palabras el ingenio y maneras de nuestro Dios. ¿Quién como el Señor nuestro Dios, dice el profeta, que habita en las alturas y cuida de las criaturas humildes en el cielo y en la tierra?[2]. Y también: Siendo el Señor altísimo, pone los ojos en las criaturas humildes y mira como lejos de sí a las altivas[3].
         La semejanza concilia el amor; por eso dice el Sabio: Las aves van a juntarse con sus semejantes[4]; y, como dice el antiguo proverbio, ‘casan muy bien entre sí los iguales’. Pero en nuestro Dios es diferente, pues siendo excelso, conoce lo sublime desde lejos, y su conversación es con los humildes y sencillos[5]. Dice san Agustín con admiración: ‘Qué es esto, hermanos? Dios es alto: pero te enalteces y huye de ti; te humillas y acude a ti’[6].
Intentaré demostrar con un argumento doble lo grata que es a Dios la humildad y lo odiosa que le es la soberbia. El primer hombre, que había recibido para sí y sus descendientes la herencia del reino celestial y los dones de la justicia original y la inmortalidad, por un solo acto de soberbia, cuando quiso igualarse a Dios, no sólo perdió todos estos dones maravillosos, sino que además condenó a muerte eterna a todo el género humano, es decir, a los hombres de todos los tiempos.¡Tanto daño causó un acto de soberbia!.
         A su vez, otro hombre, Cristo Jesús, se humilló hasta morir en la cruz, y con este acto de humildad profundísima mereció la salvación de todo el mundo. Así, un solo pecado de soberbia destruyó a todo el mundo, y luego un acto maravilloso de humildad alzó y reparó lo que estaba destruido. ¿Pudo acaso decirse nada mejor para detestar la soberbia o para encomiar la humildad?.
         Añadiré aún otro ejemplo no menos ilustrativo de estas cosas. Como en las criaturas intelectivas hay un orden y unos grados, necesariamente entre ellos se encuentra la que es más baja y la más alta. En el grado más bajo colocamos al hombre, y debajo de él aún está la mujer, de la misma especie. Afirman los filósofos que en el orden de las sustancias intelectuales el alma es como la materia prima y la potencia pura; de modo que en este orden natural la mujer ocupa el lugar más bajo. El más alto, dice la doctrina común de la Iglesia, lo tiene el orden de los serafines, espíritus beatíficos más cercanos y semejantes a Dios que los demás; y entre ellos, dice san Gregorio -hay quienes no lo comparten- tuvo la primacía Lucifer.
         De manera que la mujer estaba en el ínfimo lugar, y el ángel aquel en el más alto. Pero sucedió que en una mujer, la Virgen santísima, se halló la humildad más grande, y en aquel ángel la mayor soberbia, por lo que ella, por su humildad, fue elevada a la más alta dignidad de las criaturas, mientras él, por su soberbia, de lo más alto del cielo fue arrojado al abismo más profundo. Todo aquel orden bellísimo de la naturaleza puesto por Dios, lo invirtieron la soberbia y la humildad, pues la primera abatió a la más excelsa criatura, y la segunda encumbró tan alto a la más pequeña. ¿Hay nada tan admirable como esta mudanza grande de las cosas?...
Pero vayamos a la pregunta de antes. Como la Virgen santísima sabía tan bien esta filosofía celestial, siempre se rebajaba a lo más humilde, siempre ante sus ojos era poca cosa, y en todo lugar veía ella ocasión de ejercitar esta virtud. Por eso, conociendo la ley de la purificación, la que era toda humildad, aceptó la ocasión de purificarse, ella que nada tenía que purificarse en este rito, pues la propia ley tenía en cuenta su honor y su pudor al eximirla de un deber común a las demás mujeres.


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXIX, F.U.E. Madrid 2003, p. 340-345

Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía



[1] Lv 12, 2
[2] Sal 112, 5-6
[3] Sal 137, 6
[4] Si 27, 10
[5] Pr 3, 32
[6] SAN AGUSTÍN, Enarrationes in psalmumm 137, 6: PL 37, 1780

Aquel Pablo, grande entre los apóstoles


De modo que aquel Pablo, grande entre los apóstoles, arrebatado al tercer cielo, maestro de los gentiles y vaso de elección, que había sido elegido por Dios para guardar en él los tesoros admirables de los dones celestiales, con los que enriquecer al mundo universo, sufría tal penuria de lo necesario para vivir, que decía: Estando yo en vuestra patria y necesitado. ¿De qué carecías tú, Pablo?. No de lo superfluo, que no usabas, sino de las cosas necesarias como la túnica, el pan, la casa o el calzado; tanto que, obligado por la pobreza, te acostabas a veces sin cenar, y con frecuencia no tenías con qué calmar el hambre, ni con qué cubrir tu desnudo costado y evitar el rigor del frío y la desnudez. Tú mismo lo decías: en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y desnudez[1]. Si no tenías estas cosas, cierto que carecías de lo necesario, no de lo superfluo, para que se vea claro cuán querida es para nuestro Dios la humildad y la pobreza emparentada con ella.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXIX, F.U.E. Madrid 2003, p. 338-341

(Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía)


[1] Co II, 11, 27