miércoles, 14 de agosto de 2013

En la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora II

      Y así maravillados de esta grande novedad comienzan a decir entre sí: ¿Quién es ésta que sube del desierto llena de tantos deleites, recostada sobre su amado?[1]. Otros, considerando la multitud de sus virtudes, decían: ¿Quién es ésta que sale como pebete, que se hace de mirra e incienso y de otros polvos olorosos?. Otros considerando la grandeza de su resplandor y hermosura, decían: ¿Quién es ésta que sube como la mañana que se levanta, escogida como el sol y terrible como reales de ejércitos bien ordenados?.
            Pues ¿qué sería sobre todo esto ver las alegrías de este día?. Ésta me parece que es la cosa en que más pone hoy los ojos toda la Iglesia y todo corazón devoto, ver aquí hoy el alegría de los ángeles, el alegría de los hombres, el alegría de los patriarcas y profetas, el alegría de Cristo y de su madre. ¡Cuál sería la alegría de los ángeles, viendo la gloria de esta Señora y acordándose que por ella fueron restauradas sus sillas! ¡Cuál sería la de los hombres, viendo que por ella fueron redimidos! ¡Cuál sería la de los profetas, viendo ya presente con sus ojos lo que tantos mil años antes tenían visto en espíritu! ¡Cuál la de los patriarcas, viendo aquella estrella de Jacob, cuyo resplandor alumbraba sus almas, cuya esperanza sostenía sus vidas, y cuya memoria los consolaba en su muerte! ¡Con qué devoción, cuando la viesen presente, le dirían aquellas palabras que en su figura fueron dichas a la santa Judith: tú gloria de Jerusalem, tú alegría  de Israel, tú honra de nuestro pueblo[2]. Bendita eres tú, hija, en el Señor, porque por ti gozamos el fruto de la vida!.
            Mas sobre todas estas alegrías, ¿quién podrá explicar el alegría de aquel natural corazón, cuando viese ante sus ojos al hijo tan amado y tan deseado, cuando lo adorase y abrazase, y le diese paz en el rostro, y viese cuán dulcemente la llamaba y convidaba diciendo: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven[3]. Porque el invierno es ya pasado, las aguas y torbellinos cesaron ya, y las flores aparecieron en nuestra tierra[4].


Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXI, F.U.E. Madrid 1999, p.  414-417

Transcripción del texto portugués de Jose Luis de Almeida Monteiro; Traducción al español de Justo Cuervo




[1] Ct 2, 3
[2] Jdt 15, 10; Cf. S. AGUSTÍN, De Assumptione B. M. V. : PL 40, 1141
[3] Cf. Lc 16, 22; Ct 2, 10-12
[4] Idem.

lunes, 12 de agosto de 2013

En la fiesta de la Asunción de Nuestra Señora I

     Primeramente, ella es este castillo inexpugnable por razón de su fe y de su fortaleza. Todos los santos merecen este nombre, mas ella por excelencia más que todos. Y así se dice de ella en los Cantares que es así como la torre de David, edificada con sus baluartes y con mil escudos que están pendiendo de ella, y todas las armas de los fuertes[1]. Esta torre es el alma de esta sacratísima Virgen, llena de toda artillería y municiones del Espíritu Santo, que es de todos los hábitos infusos y de todas las virtudes y dones suyos, con los cuales estuvo tan armada y guarnecida que toda la potencia del mundo y del infierno nunca podrán tomar una sola almena de ella, porque no la podrán derribar en un solo pecado venial. Mujer de carne era, y en este mundo vivía, con la gente del mundo conversaba, las necesidades de su cuerpo servía, sobre todos los lazos y peligros de este mundo andaba, y con todo esto tenía el Espíritu Santo a tan buen recaudo este castillo, que en sesenta años de vida, ni en comer, ni en beber, ni en hablar, ni en pensar excedió un punto el compás de la razón. Gran cosa fue estar una hora aquellos tres mozos en medio de las llamas del horno de Babilonia sin quemarse ni chamuscarse[2]; mas ¡cuánto mayor fue perseverar esta Virgen en medio de todas las llamas de este mundo sesenta años de vida sin chamuscarse en una sola palabra desmandada! La causa fue estar dentro tan bien reparada y provista, haber en ella todo género de armaduras de fuertes, que son las virtudes y dones de todos los santos. Porque regla es de san Agustín que ninguna gracia fue concedida a la madre del santo de los santos[3]. Veis aquí cómo la Virgen fue castillo.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXI, F.U.E. Madrid 1999, p.  402-3

Transcripción del texto portugués de Jose Luis de Almeida Monteiro; Traducción al español de Justo Cuervo






[1] Ct 4, 4
[2] Cf. Dn 3, 49-50
[3] Cf. S. AGUSTÍN, De Assumptione B. M. V.: PL 40, 1141; SANTO TOMÁS, III, q. 27, a. I