Y así maravillados de esta
grande novedad comienzan a decir entre sí: ¿Quién
es ésta que sube del desierto llena de tantos deleites, recostada sobre su
amado?[1]. Otros,
considerando la multitud de sus virtudes, decían: ¿Quién es ésta que sale como pebete, que se hace de mirra e incienso y de otros polvos olorosos?. Otros
considerando la grandeza de su resplandor y hermosura, decían: ¿Quién es ésta
que sube como la mañana que se levanta, escogida como el sol y terrible como
reales de ejércitos bien ordenados?.
Pues ¿qué sería sobre todo esto ver las alegrías de
este día?. Ésta me parece que es la cosa en que más pone hoy los ojos toda la
Iglesia y todo corazón devoto, ver aquí hoy el alegría de los ángeles, el alegría
de los hombres, el alegría de los patriarcas y profetas, el alegría de Cristo
y de su madre. ¡Cuál sería la alegría de los ángeles, viendo la gloria de esta
Señora y acordándose que por ella fueron restauradas sus sillas! ¡Cuál sería la
de los hombres, viendo que por ella fueron redimidos! ¡Cuál sería la de los
profetas, viendo ya presente con sus ojos lo que tantos mil años antes tenían visto en espíritu! ¡Cuál la de los patriarcas, viendo aquella estrella de
Jacob, cuyo resplandor alumbraba sus almas, cuya esperanza sostenía sus vidas,
y cuya memoria los consolaba en su muerte! ¡Con qué devoción, cuando la viesen
presente, le dirían aquellas palabras que en su figura fueron dichas a la santa
Judith: tú gloria de Jerusalem, tú
alegría de Israel, tú honra de nuestro
pueblo[2]. Bendita eres tú,
hija, en el Señor, porque por ti gozamos el fruto de la vida!.
Mas sobre todas estas alegrías, ¿quién podrá explicar el
alegría de aquel natural corazón, cuando viese ante sus ojos al hijo tan amado
y tan deseado, cuando lo adorase y abrazase, y le diese paz en el rostro, y
viese cuán dulcemente la llamaba y convidaba diciendo: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven[3]. Porque el invierno es
ya pasado, las aguas y torbellinos cesaron ya, y las flores aparecieron en
nuestra tierra[4].
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXI, F.U.E. Madrid 1999, p. 414-417
Transcripción del texto portugués de Jose Luis de Almeida Monteiro; Traducción al español de Justo Cuervo