Primeramente, ella es este castillo
inexpugnable por razón de su fe y de su fortaleza. Todos los santos merecen
este nombre, mas ella por excelencia más que todos. Y así se dice de ella en
los Cantares que es así como la torre de
David, edificada con sus baluartes y con mil escudos que están pendiendo de
ella, y todas las armas de los fuertes[1].
Esta torre es el alma de esta sacratísima Virgen, llena de toda artillería y
municiones del Espíritu Santo, que es de todos los hábitos infusos y de todas
las virtudes y dones suyos, con los cuales estuvo tan armada y guarnecida que
toda la potencia del mundo y del infierno nunca podrán tomar una sola almena de
ella, porque no la podrán derribar en un solo pecado venial. Mujer de carne
era, y en este mundo vivía, con la gente del mundo conversaba, las necesidades
de su cuerpo servía, sobre todos los lazos y peligros de este mundo andaba, y
con todo esto tenía el Espíritu Santo a tan buen recaudo este castillo, que en
sesenta años de vida, ni en comer, ni en beber, ni en hablar, ni en pensar
excedió un punto el compás de la razón. Gran cosa fue estar una hora aquellos
tres mozos en medio de las llamas del horno de Babilonia sin quemarse ni
chamuscarse[2]; mas
¡cuánto mayor fue perseverar esta Virgen en medio de todas las llamas de este
mundo sesenta años de vida sin chamuscarse en una sola palabra desmandada! La
causa fue estar dentro tan bien reparada y provista, haber en ella todo género
de armaduras de fuertes, que son las virtudes y dones de todos los santos.
Porque regla es de san Agustín que ninguna gracia fue concedida a la madre del
santo de los santos[3]. Veis
aquí cómo la Virgen fue castillo.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXI,
F.U.E. Madrid 1999,
p. 402-3
Transcripción del texto portugués de Jose
Luis de Almeida Monteiro; Traducción al español de Justo Cuervo
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