Provista, pues, de esta fe
vino al Señor Jesús. Muy bien, por cierto. Pero conviene, oh mujer, esperar el
tiempo oportuno, para acudir al médico, habiéndose marchado ya todos los
testigos, a fin de que no hagas de tu conversión una fábula del mundo. Y no hay
tiempo menos oportuno para las lágrimas y la confesión de los pecados, que en
un banquete donde concurren muchos invitados, Porque así
como la música en el llanto; así el llanto es una narración importuna en el
convite[1]. Espera, pues, un poco hasta que se termine el
banquete y marchen los comensales. Entonces será el tiempo propicio para las
lágrimas y para la penitencia. No puedo -dirá ella- sufrir ni siquiera este
breve tiempo la horrible faz del pecado, pues antes ciega por las tinieblas nada
temía, porque no veía nada; pero ahora, una vez que se me ha infundido la luz
de arriba, veo la faz horrible del pecado, no puedo descansar más que si viera
ejércitos de dragones y serpientes alzarse contra mí, o me hallara puesta en
medio de las llamas ardientes. Y así esta mujer prudente no teme ni la multitud
de convidados, ni los juicios de los hombres, ni el desprecio de los fariseos.
Pues como dice san Gregorio, 'la que en su interior se avergonzaba gravemente de sí misma,
creyó que no era nada el avergonzarse exteriormente'. Porque la vergüenza del pecado expulsaba de su ánimo todo
otro pudor[2].
Fray Luis de Granada, Obras
Completas, t. XLII, F.U.E. Madrid 2004, p. 88-89-90-91
Traducción de Donato González-Reviriego
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