El mismo Emiseno en la homilía
sexta habla así: ¡Maravillosa e inefable
piedad de nuestro Dios! Había entrado la muerte en el paraíso, más la vida
derrotó al infierno, y asumiendo la condición de mortal oyó la ley de la
mortalidad, realizando lo que el profeta anunció: '¡Oh muerte, yo seré tu
muerte!'[1]. Y
así la inicua muerte (que se ufanaba de haber vencido al hombre) soltó su
presa, y fue obligada a recluirse en su reino, condenada por su presunto reo,
subyugada por su presunto cautivo. Y así atada con sus propios cordeles y
enredada con sus lazos, la perdición quedó derrotada cuando engañaba; quedó
muerta cuando mataba; quedó deshecha cuando devoraba. Volviendo el Señor al
tercer día, trajo para los vivientes el fruto de su peregrinación, y para que
todos creyeran que había bajado a los infiernos trajo consigo testigos y
pregoneros de la muerte derrotada. Hasta aquí Eusebio[2]. De
estas palabras colegimos fácilmente el fruto de la muerte del Señor: fue la
causa de nuestra vida, de nuestra resurrección y de nuestra salvación.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXII, F.U.E.
Madrid 2001, p. 172-3
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