AVE MARÍA
Entre
todos los elogios del precursor, no es el último aquel que mereció tener por panegiristas
a los profetas, a los ángeles, a los evangelistas y al mismo Señor. Los
profetas lo llamaron ángel[1];
los ángeles lo llaman grande delante del Señor; Cristo Señor atestigua[2]
que es el mayor entre los nacidos de mujer; y los evangelistas sus hechos y su
admirable santidad de vida la recomendaron en la Sagrada Escritura. Y no tuvo
menores pregoneros de sus méritos, que a los mismos escritores de las virtudes
del Señor; a los que la dispensación divina inspiró de manera que con los
hechos del Señor también comprobaron los hechos del precursor con autoridad
evangélica. Dicen los médicos que el pulmón del animal es semejante a un
abanico, que atempera y refresca el demasiado calor del corazón, para que no se
ahogue por su magnitud. Este beneficio
por disposición del autor de la naturaleza recompensa el corazón, de
manera que no con la sangre de las venas por la que se sustentan los demás
miembros del corazón, sino con la arterial que se digiere en el mismo seno del
corazón, lo alimente y sustente, es decir, como si con el alimento real se
alimente el ministro próximo al rey. Parece ser que el Señor hizo algo
semejante a los sagrados evangelistas a quienes encomendó escribir la historia
de sus virtudes, quiso también que fuesen los escritores de las virtudes de
Juan. Y qué es lo que escribieron de él, comencemos ya ahora a examinarlo.
Dice:
Siendo Herodes rey de Judea, hubo un
sacerdote llamado Zacarías, de la familia de Abía: y su mujer de las hijas de
Aarón. Ambos eran justos a los ojos de Dios, guardando como guardaban todos los
mandamientos y leyes del Señor irreprensiblemente[3]. Éste
es el primer elogio del precursor: ser nacido de padres justos. Porque las
plantaciones bastardas ni echarán hondas raíces, ni tendrán una estable
consistencia[4]. Del tálamo
inicuo se exterminará la semilla. Y así Juan es feliz por los méritos de sus
padres, pero más feliz por los suyos. Porque como cantó Ovidio: La
estirpe y los antepasados y los que no dependieron de nosotros, apenas llamo
nuestros[5].
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLI,
F.U.E. Madrid 2004, p.152-5
Traducción de Donato González-Reviriego