En esta época, España entera, empapada de
problemática teológica por su entrega al esfuerzo de la Contrarreforma, da gran
resonancia popular a obras que hoy parecerían abstrusas. Es el momento en que
España pasa del imperio de Carlos I al reinado de Felipe II; o sea, el tránsito
desde una actitud dialéctica y combativa a una entrega a la introspección y la
disciplina intelectual, con el distanciamiento del mundo que exagerará el
Barroco.
Ya
se dijo al tratar de la mística germánica, que su influjo se realiza -tardíamente-
en España al empezar el siglo XVI, a través sobre todo, de las traducciones del
Kempis -la del P. Nieremberg, en el
XVII, es la que prevalece hasta hoy-, y del Abecedario
espiritual (1525) del franciscano Francisco de Osuna. Pero la primera
realización clásica de esta literatura religiosa queda todavía simplemente en
el terreno de la oratoria sagrada, si bien con especial gracia expresiva: es la
obra del dominico Fray Luis de Granada (1504-1588). De entre sus producciones,
nos interesan sobre todo Libro de la
oración y meditación, Guía de pecadores e Introducción del símbolo de la fe, esta última la más valiosa a
nuestros efectos. Seguramente el estilo de Fray Luis de Granada deriva en gran
medida del Beato Juan de Ávila, alternante entre clasicismo ciceroniano e
inmediatez coloquial. Las páginas de Granada tienen el obstáculo inicial de toda
página impresa que refleja un tono elocuente: la estructura general resulta un
poco fría y ornamental, pero en cambio los pasajes -sobre todo en la Introducción- alcanzan a menudo
auténtica fortuna, sobre todo como muestras, como primores antologizables -aunque no estemos seguros de que su efecto apostólico llegue a la misma
altura-. Fray Luis de Granada ilustra ricamente sus argumentos -en un orden más
ambicioso y filosófico en la Introducción,
verdadero intento de teodicea- con la visión del mundo, sabrosamente
desmenuzada, en un sentido naturalista no ajeno al renacentismo. Incluso cuando
habla de la caducidad de las cosas terrenas, su tono afectuoso y cromático
parece contradecir suavemente su ascetismo, demorándose en las cosas con
complacencia estética. Así, en el Símbolo
dice que la mayor belleza de la criatura humana no es más que un cuerecico blanco o colorado que parece por defuera,
pero la gracia de su frase inmortaliza esa visión de fugacidad floral. Y antes
se ha complacido viendo jugar a los animales: Cuando vemos otrosí los becerricos correr con grande orgullo de una
parte a otra, y los corderillos y cabritillos apartarse de los padres ancianos,
y repartidos en dos puestos escaramuzar los unos con los otros, ¿Quién dirá que
no se haga esto con gran alegría y contentamiento dellos? Y cuando vemos
juguetear entre sí los gatillos y los perrillos, y luchar los unos con los
otros, y caer ya debajo, ya encima, y morderse blandamente sin hacerse daño.
Evidentemente, para considerar ascética la obra de Fray Luis de Granada hay que tener en cuenta
que la ascética no es por fuerza triste y empobrecedora, sino que hay otra
posible ascética que sube por la belleza de las cosas y la alegría de la expresión
hacia el rastro de lo divino.
Martín de Riquer y José María Valverde, Historia
de la Literatura Universal, t. II, ed. Planeta, Barcelona 1976, en su 6ª edición p. 100-101
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