Otra
causa la insinuó David, cuando dijo: El
pueblo al que no reconocí fue mi servidor. Me obedeció con sólo escucharme. Los
hijos ajenos me mintieron; los hijos ajenos envejecieron y claudicaron de sus
sendas[1].
En estas palabras se refiere a la fe y la piedad de los gentiles, que, sin
haber tenido noticia alguna de Dios, ni haber visto a Cristo con carne humana,
ni haber presenciado sus milagros, convertidos por la predicación de los apóstoles,
recibieron su doctrina con verdadera
devoción. Pero, los hijos legítimos y verdaderos, que habían visto sus
milagros, no conmoviéndose lo más mínimo (ni con los milagros, ni con el
ejemplo de sus virtudes), le fueron infieles y, por esto, reputados entre los
ajenos y extranjeros. De ellos dice Juan: Vino
a los suyos, y los suyos no le recibieron[2]. Y sucedió que no se
apartó Dios de ellos, sino ellos de Dios, por su infidelidad e impiedad.
Para que lo entendamos mejor,
traigamos a nuestra mirada el abismo de la bondad y justicia divinas. Pues éste
hace que ame con un amor infinito la justicia y la bondad, y aborrezca a
impiedad y el pecado. Por eso, nada, salvo la virtud y la justicia, tiene valor
para Él, ni linaje, ni riquezas, ni honores, ni ciencia, ni elocuencia, ni
agudeza de ingenio, ni don alguno de la naturaleza o de la fortuna, pues para Él
es polvo y sombra. Por el contrario, la fe y la piedad son bienes de tal
categoría, que le producen una inmensa admiración, como hemos visto en el evangelio
de hoy.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXVI, F.U.E., Madrid 2000 p. 175
Transcripción
y traducción de Mª del Mar Morata García de la Puerta
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