Acabado
este tormento de los azotes, comiénzase otro no menos injurioso que el pasado,
que fue la coronación de espinas. Porque acabado este martirio, dice el
Evangelista que vinieron los soldados del Presidente a hacer fiesta de los
dolores e injurias del Salvador, y tejiendo una corona de juncos marinos, hincáronsela
por la cabeza, para que así padeciese por una parte sumo dolor, y por otra suma
deshonra. Muchas de las espinas se quebraban al entrar por la cabeza, otras llegaban,
como dice sant Bernardo, hasta los huesos, rompiendo y agujereando por todas
partes el sagrado celebro. Y no contentos con este tan doloroso vituperio,
vístenle de una ropa colorada, que era entonces vestidura de reyes, y pónenle
por sceptro real una caña en la mano, y hincándose de rodillas, dábanle
bofetadas, y escupían en su divino rostro, y tomándole la caña de las manos, heríanle con ella en la cabeza,
diciendo: Dios te salve, Rey de los
judíos[1]. No parece que era
posible caber tantas invenciones de crueldades en corazones humanos, porque
cosas eran éstas que si en un mortal enemigo se hicieran, bastaran para
enternecer cualquier corazón: mas como el demonio era el que las inventaba, y
Dios el que las padecía, ni aquella tan grande malicia se hartaba con ningún
tormento, según era grande su odio, ni ésta tan grande piedad se contentaba con
menos trabajos, según era grande su amor.
Fray
Luis de Granada Obras Completas, t.
V, F.U.E. Madrid 1995, p. 241