Pero,
volviendo a la purificación de la Virgen, me pregunto yo: ¿qué obligación tenías
tú, Virgen purísima, de cumplir una ley, que sólo obligaba a las mujeres
impuras?. Porque tú no sólo fuiste purísima antes del parto, sino incluso después
de él eras más pura que los mismos astros. La propia ley te excluye a ti
claramente cuando dice: Si la mujer,
conociendo al hombre, da a luz[1]. ¿Por qué añadir
estas palabras, que parecían innecesarias, sino porque el legislador había
puesto sus ojos en esta madre única, que concebiría y daría a luz de un modo
tan diferente?.
Antes de responder a esta pregunta, permitid,
hermanos, que declare en pocas palabras el ingenio y maneras de nuestro Dios. ¿Quién como el Señor nuestro Dios, dice
el profeta, que habita en las alturas y
cuida de las criaturas humildes en el cielo y en la tierra?[2]. Y también: Siendo el Señor altísimo, pone los ojos en
las criaturas humildes y mira como lejos de sí a las altivas[3].
La semejanza concilia el amor; por eso
dice el Sabio: Las aves van a juntarse
con sus semejantes[4];
y, como dice el antiguo proverbio, ‘casan muy bien entre sí los iguales’. Pero
en nuestro Dios es diferente, pues siendo excelso, conoce lo sublime desde
lejos, y su conversación es con los
humildes y sencillos[5]. Dice san Agustín
con admiración: ‘Qué es esto, hermanos? Dios es alto: pero te enalteces y huye
de ti; te humillas y acude a ti’[6].
Intentaré demostrar con un argumento doble lo grata
que es a Dios la humildad y lo odiosa que le es la soberbia. El primer hombre,
que había recibido para sí y sus descendientes la herencia del reino celestial
y los dones de la justicia original y la inmortalidad, por un solo acto de
soberbia, cuando quiso igualarse a Dios, no sólo perdió todos estos dones
maravillosos, sino que además condenó a muerte eterna a todo el género humano,
es decir, a los hombres de todos los tiempos.¡Tanto daño causó un acto de
soberbia!.
A su vez, otro hombre, Cristo Jesús, se
humilló hasta morir en la cruz, y con este acto de humildad profundísima mereció
la salvación de todo el mundo. Así, un solo pecado de soberbia destruyó a todo
el mundo, y luego un acto maravilloso de humildad alzó y reparó lo que estaba destruido.
¿Pudo acaso decirse nada mejor para detestar la soberbia o para encomiar la
humildad?.
Añadiré aún otro ejemplo no menos
ilustrativo de estas cosas. Como en las criaturas intelectivas hay un orden y
unos grados, necesariamente entre ellos se encuentra la que es más baja y la más
alta. En el grado más bajo colocamos al hombre, y debajo de él aún está la
mujer, de la misma especie. Afirman los filósofos que en el orden de las
sustancias intelectuales el alma es como la materia prima y la potencia pura;
de modo que en este orden natural la mujer ocupa el lugar más bajo. El más
alto, dice la doctrina común de la Iglesia, lo tiene el orden de los serafines,
espíritus beatíficos más cercanos y semejantes a Dios que los demás; y entre
ellos, dice san Gregorio -hay quienes no lo comparten- tuvo la primacía Lucifer.
De manera que la mujer estaba en el ínfimo
lugar, y el ángel aquel en el más alto. Pero sucedió que en una mujer, la
Virgen santísima, se halló la humildad más grande, y en aquel ángel la mayor
soberbia, por lo que ella, por su humildad, fue elevada a la más alta dignidad
de las criaturas, mientras él, por su soberbia, de lo más alto del cielo fue
arrojado al abismo más profundo. Todo aquel orden bellísimo de la naturaleza puesto
por Dios, lo invirtieron la soberbia y la humildad, pues la primera abatió a la
más excelsa criatura, y la segunda encumbró tan alto a la más pequeña. ¿Hay
nada tan admirable como esta mudanza grande de las cosas?...
Pero vayamos a la pregunta de antes. Como la Virgen
santísima sabía tan bien esta filosofía celestial, siempre se rebajaba a lo más
humilde, siempre ante sus ojos era poca cosa, y en todo lugar veía ella ocasión
de ejercitar esta virtud. Por eso, conociendo la ley de la purificación, la que
era toda humildad, aceptó la ocasión de purificarse, ella que nada tenía que
purificarse en este rito, pues la propia ley tenía en cuenta su honor y su
pudor al eximirla de un deber común a las demás mujeres.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXIX,
F.U.E. Madrid 2003, p. 340-345
Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía
[1] Lv 12, 2
[2] Sal 112, 5-6
[3] Sal 137, 6
[4] Si 27, 10
[5] Pr 3, 32
[6] SAN AGUSTÍN, Enarrationes in psalmumm 137, 6: PL 37,
1780
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