Tampoco faltan aquí motivos para confirmarnos en la
fe, porque tal es, y tan fundada, la verdad de nuestra fe, que no sólo las
excelencias que de ella referimos en la segunda parte de este Sumario la
testifican, sino también en esa misma pasión, de que los infieles más se
escandalizan, se verá claro que este Señor que padecía, no era solo hombre,
sino más que hombre, lo cual al fin de este capítulo se declara. Porque
cónstanos primeramente que el Salvador sabía lo que Judas había tramado[1], y
cómo luego había de venir sobre él el ejército de sus enemigos. Vemos, pues, lo
que él hizo en esta sazón, y para esto consideremos lo que hace cualquier
hombre cuando sabe que le viene la justicia a prender. ¡Qué temores! ¡Qué
sobresaltos! ¡Qué congojas! ¡Qué turbación de rostro y de palabras! ¡Qué
apresuramiento en huir y buscar todos los escondrijos y medios para escapar,
hasta saltar por las ventanas y por los tejados para huir del peligro! Mas ¿qué
hizo en este tiempo el bendito Jesús? No sólo no se turbó, ni se escondió, ni
huyó, sino antes estuvo tan de espacio con sus discípulos, lavándoles los pies,
cenando con ellos el cordero, ordenando el Santísimo Sacramento, consolándolos
por su partida en un largo y divino sermón, y denunciándoles cómo aquella noche
todos ellos se habrían de escandalizar, diciendo a sant Pedro que tres veces le
había de negar, y el tiempo de la negación[2]. De
modo que estuvo tan lejos de huir de aquel peligro, que él mismo, como dice
Isaías[3],
voluntariamente se ofresció a él, y salió a recibir a sus enemigos[4]. Mas
en el proceso y entre las acusaciones y falsos testimonios de sus contrarios,
ni se disculpó, ni se quejó, ni pidió plazo para mostrar su inocencia, ni
desmintió a sus acusadores, ni apeló para el César, ni pidió peticiones a Dios
contra tan grandes falsedades, mas antes, como quien voluntariamente se
ofrescía a la muerte, guardó un tan gran silencio, que puso en admiración al
mismo juez que lo condenó[5]. Y
según lo que profetizó Isaías[6], como
un cordero delante del que le tresquila, así enmudesció y no abrió su boca. Mas
callando él, hablaron y dieron tan altas voces las criaturas, que sonaron por
todo el mundo, porque el sol y la luna y todas las estrellas se oscurecieron,
la tierra tembló, las piedras se partieron, los sepulcros se abrieron, y los
muertos después resuscitaron, y el velo del templo se rasgó[7].Las
cuales cosas fueron tan claro testimonio de su gloria, que todos los que
presentes estaban, herían sus pechos y se convertían, conociendo su pecado[8].
Fray Luis de
Granada, Obras Completas, t. XI, F.U.E. Madrid
1996, p. 178