Y puesto ya en medio de sus enemigos, ¡qué paciencia
mostró en tantos tormentos, qué silencio entre tantas falsas acusaciones, qué
mansedumbre entre tantas injusticias, qué gravedad en las respuestas, y qué semblante
y mesura en presencia de tan injustos jueces y tribunales! Ni son menos de
notar las palabras que habló estando en la cruz[1], tan
dignas de quien él era, haciendo oración por aquellos mismos que lo
crucificaban y actualmente lo blasfemaban, y ofreciendo el paraíso al buen ladrón,
y encomendando la piadosa madre al amado discípulo, y el espíritu en las manos
de su Padre, acabando la obra de tan grande obediencia. Todas estas cosas
manifiestamente daban testimonio de su inocencia y de la dignidad de su persona;
mas mucho más lo dio al tiempo de la
pasión el sentimiento del mundo, la alteración de los elementos, el oscurecerse
los cielos, el temblar de la tierra, el quebrantarse de las piedras, el abrirse
los sepulcros, el resucitar los muertos, y romperse el velo del templo[2], que
de aquella santa humanidad era figura, y así convenía que se rasgase cuando
ella padecía, porque tal sentimiento era razón que hiciese el mundo cuando moría
en cruz el Criador del mundo.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XI,
F.U.E. Madrid 1996, p. 238
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