Una de las mayores quejas
que nuestro Señor tiene de los hombres, y de que les ha de hacer mayor cargo el
día de la cuenta, es el desagradecimiento de sus beneficios. Por esta queja
comenzó el profeta Isaías las primeras palabras de su profecía, llamando por
testigos al cielo y a la tierra contra la ingratitud y desconocimiento de los
malos. Oye, dice él, cielo, y recibe mis palabras en tus oidos,
tierra; porque el Señor Dios ha hablado: Hijos crié y ensalcé, y ellos me han
menospreciado. El buey conosció a su posesor, y el asno al pesebre de su señor;
mas Israel no me ha conocido, ni mi pueblo ha querido entender[1]. Pues ¿qué cosa más
extraña que no reconocer el hombre lo que reconocen las bestias? Y, como dice
sant Hierónimo sobre este paso, no los quiso comparar con otros animales más
entendidos, como es el perro, que por un poco de pan defiende la casa de su
señor, sino con los bueyes y con los asnos, que son animales más torpes y
rudos: para dar a entender que los ingratos no son como quiera bestias, sino
muy más brutos que las más brutas de las bestias.
Pues ¿de qué pena será merecedora tan grande bestialidad?
Muchas penas tiene Dios aparejadas para los ingratos, mas la más justa y más
ordinaria es despojarlos de todos los beneficios recibidos, pues no acuden al
dador con el debido agradecimiento de ellos. Porque, como dice sant Bernardo,
el desagradecimiento es un viento abrasador que seca el arroyo de la divina
misericordia, y la fuente de su clemencia, y la corriente de su gracia[2]
Fray Luis de Granada, Obras
Completas, t. I, F.U.E. Madrid 1994, p. 223
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