Pero esto se refiere principalmente a su
elogio. A nosotros nos interesa especialmente saber, si la sagrada Virgen,
situada en tan grande altura, se baja a los ruegos de los parvulillos, que a
ella le dirigimos, y si los acoge en el piadoso seno de su amor. ¿Acaso, pues,
oh bienaventurada Madre te has olvidado de nosotros? ¿Acaso mueven tus entrañas
nuestros gemidos y lágrimas? ¿Acaso nuestras voces llegan a tus castísimos oídos?
Porque es un adagio, que con los honores se cambian las costumbres, y que
aquellos, que desconociendo los males, viven en la prosperidad, no se preocupan
de los miserables. Y así aquel copero del Faraón, que se hallaba preso con José
en la cárcel, una vez que se vio en la prosperidad, se olvidó de su intérprete[1].
¡Oh cuán lejos se halla de esta actitud la clementísima Virgen! Porque Dios,
sumo dador de todos los bienes, nunca concede una grande excelsitud sino unida
con una grande humildad y con un gran cuidado de los pequeños. ¿Cuánto mayor
es, en efecto, la dignidad de los ángeles, que la de los hombres? Sin embargo,
éstos continuamente están atentos a ayudar, defender y guardar a los hombres
como enseña el Maestro celestial en la lectura del santo evangelio de hoy; Sus ángeles, dice, en los cielos están siempre viendo la cara de su Padre celestial[2]. Así
pues, está tan lejos que la suma elevación de la Virgen produzca olvido o
desprecio respecto de los hombres, que, antes bien, ha aumentado en gran manera
su cuidado y caridad para con nosotros. Porque ¿quién duda, que cuanto mayor es
la gloria, también es mayor la caridad y la gracia, y, por ende, mayor la
misericordia para con los miserables? Pues esta misericordia, hermanos,
necesitamos ahora nosotros, para que deponiendo todo ceño de soberbia y arrogancia,
podamos seguir la humildad de la Virgen. Porque esta virtud cuanto más lejos
está del afecto de la carne, tanto más necesita del auxilio celestial. Es
verdaderamente cosa grande y que excede la facultad del hombre, que los que
engreídos por la soberbia hemos venido al sermón, nos retiremos de él con un
corazón abatido y humilde. Pues para esto pidamos humildemente el auxilio
celestial por intercesión de la santísima Virgen.
Fray Luis de Granada, Obras
Completas, t. XLIII, F.U.E. Madrid 2004, p. 274-5
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