Presupuesto el preámbulo, síguese que
tratemos de la victoria maravillosa de los santos mártires, y del testimonio
que con ella nos dieron de a fe católica. Para tratar de esta materia conviene
traer a la memoria aquellas dos espirituales ciudades que sant Agustín describe
en los libros de la Ciudad de Dios[1],
que son Hierusalén y Babilonia, cuyos moradores y caudillos y oficios son muy
diferentes. Porque los moradores de Hierusalem son todos los buenos, mas los de
Babilonia todos los malos. El caudillo de los unos es Cristo, y de los otros el
demonio. Aquella ciudad edifica el amor de Dios, que llega al desprecio de sí
mismo, mas ésta edifica el amor propio,
cuando llega a despreciar a Dios por amor de sí. Los moradores de las dos
ciudades tienen perpetua guerrra unos con otros, porque como dice Salomón, abominan los justos al hombre malo, y
abominan los malos al hombre bueno[2].
Asimismo el Eclesiástico dice: Contra el
mal el bien, y contra la vida la muerte, así al varón justo es contrario el
pecador[3].
Y esta guerra no es nueva, porque comenzó con el mismo mundo, cuando mató Caín
a su hermano Abel[4], no por
otra causa, sino como dice sant Juan, porque
las obras de Abel eran buenas, y las de Caín malas[5].
Pues
cada una de estas ciudades tiene sus combatientes y defensores. Contra la
ciudad de Babilonia pelea Cristo con los suyos, mas contra Hierusalem el
principe de este mundo con todos sus aliados. En la una parte pelea el espíritu,
en la otra la carne, pretendiendo derrribar y ahogar el espíritu. La joya por
que una parte pelea, es la gloria de Dios, y el fin por que la otra guerrea, es el interese del amor
propio, despreciada la gloria de Dios.
Pues como el principado de esta ciudad de
Babilonia fuese tan contrario y tan injurioso a la gloria de Dios, y estuviese
tan extendido por toda la redondez de la tierra, donde el verdadero Dios estaba
olvidado, y el príncipe de este mundo en su lugar adorado, indignándose el Hijo
de Dios por la injuria de su Padre, y compadeciéndose de la ceguedad de los
hombres, vino a este mundo a pelear con esta bestia fiera y desterralla de él.
Esto es lo que todos los padres antiguos continuamente le pedían. Porque esto deseaba
David[1]
cuando pedía que este potentísimo Señor se ciñese su espada y la pusiese sobre
el muslo para pelear con este enemigo.
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