Hay unas palabras de su pluma que aluden
certeramente a la gravosa relación entre visión y costumbre. Habla del pavo
real: Es la hermosura desta ave digna de
grande admiración; mas la costumbre de cada día quita a las cosas grandes su
debida admiración. Porque los hombres de poco saber no se maravillan de las
cosas grandes, sino de las nuevas y raras…. Nos ponen estas frases en el
recto camino para descubrir en dónde yace el esencial encanto de las páginas
que aquí van seleccionadas: es, simplemente, que nos revelan a un alma con
vasta capacidad de admirar. Son una lección de admirar. Hoy, como entonces, el
hombre ve más que mira, y mira más que admira. La frecuencia de las
experiencias del mundo nos anubla lo radiante de su belleza. Pero Fray Luis de
Granada con su prosa de poeta devuelve, al que la quiera, al fatigado de las inquisiciones
descarnadas y las verdades huesudas, la alegría infantil de la pura admiración.
Existe
en nuestro léxico un vocablo delicioso con que se designa un estado de admiración:
pasmo. El que lo siente es, literalmente hablando un pasmado. Desde niños se
nos prende a esta palabra en el repertorio de las valoraciones inconscientes,
un cierto matiz desdeñoso y diminutivo. Porque al pasmado se le opone, en la
concepción utilitaria del vivir, el listo. El listo no se pasma, mira y no
admira, porque lo sabe todo. El listo es una criatura perfecta del siglo XIX.
Podría vérsele como a un pillastre aprovechado que vive de las sobras del
racionalismo científico. Sabe mucho, está enterado, y le define su jactancia:
estar de vuelta. Y por estar siempre de ida, rápida, -con conocimiento
superficial- a algo, y de vuelta de ese algo, viene a resultar que el listo no
está de planta en cosa alguna, y es a modo de correveidile y averiguatodo, que
se pasa la vida escrutando con la mirada o el microscopio en los misterios para
no creerlos, para no caer en el pasmo, y no ser un pasmado. Su afán de precisión
cognoscitiva le embota los filos de la admiración. Y con ello le despoja de uno
de los goces más auténticos y hondos del mundo: complacerse en contemplar pasmadamente las cosas o los seres, segregar
esa fuerza de generosidad vital que es la admiración. Fray Luis de Granada, con
ser, profesionalmente, un estudioso, un listo, supo liberarse de la misma
listeza, regresar al pasmo, en algunos momentos supremos, o poéticos, de su
obra literaria. Se merece puesto en esa fila de entusiasmados, en la
admiración, que va de Francisco, el gran santo, a Walt Whitman, el gran laico.
Estas
páginas, no obstante estar escritas en prosa, son un pequeño poema de la
creación. En ella el mundo, su realidad, es poesía. Nos circunda, parece decir
Fray Luis, la poesía. El impulso religioso le lleva a realizar en sus
delineaciones del espectáculo de la naturaleza una verdadera poesía de lo
cósmico, en todas sus dimensiones, del cielo y de la golondrina que le surca,
el mar y de los peces que le cruzan.
Fray Luis de Granada Maravilla del mundo; selección y prólogo de Pedro Salinas, ed. Comares, Granada 1988, p. 27-9
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