Si era grande impedimento la rudeza de
nuestro entendimiento para conocer a Dios, mucho mayor lo era la desemejanza de
nuestra vida para amarlo: que, como vos mejor sabéis, la semejanza es causa de
amor, pues el amor es unión de voluntades y corazones. Pregunto pues ahora:
¿qué semejanza hay entre la alteza divina y la bajeza humana. Porque las cosas
contrarias o diferentes muy mal se pueden unir entre sí. Siendo, pues, esto
verdad, ¿qué cosa más diferente y más distante una de otra que Dios y el
hombre? Dios, espíritu simplicísimo; el hombre espíritu sumido en la carne;
Dios altísimo, el hombre bajísimo; Dios riquísimo, el hombre pobrísimo; Dios
purísimo, el hombre impurísimo; Dios inmortal e impasible, el hombre mortal y
pasible; Dios exento de todas las miserias, el hombre sujeto a todas ellas;
Dios inmudable, el hombre mudable; Dios en el cielo, el hombre en la tierra; y
finalmente, Dios invisible, el hombre visible, y como tal, apenas puede amar lo
que es invisible.
Veis pues ahora cuán grandes impedimentos
hay de parte del hombre para amar a Dios. Porque siendo la semejanza causa de
amor y de la unión de los corazones ¿qué semejanza hay entre Dios y el hombre,
donde vemos tanta diferencia de parte a parte? Pues ¿qué remedio para que haya
semejanza donde hay tantas diferencias? Esta fue la invención admirable de la
divina sabiduría, la cual de un golpe cortó a cercén todos estos impedimentos
del amor, haciéndose hombre. Porque veis aquí a Dios, que era purísimo
espíritu, vestido de carne: veislo abajado, veislo pobre, humilde, mortal y
pasible, y sujeto a las mudanzas y cansancios de la vida humana, y sobre todo
esto visible, para que el hombre que no podía amar sino lo que veía, vestido ya
Dios de esta ropa, no tenga excusa para dejar de amarle. Y porque es también
grande impedimento del amor la desigualdad de las personas, por donde se dice
que no concuerdan bien ni moran en una casa majestad y amor, veis aquí, también
quitada la desigualdad, cuando de esta manera se abajó la Majestad y se acomodó
a nuestra poquedad. Lo cual divinamente nos representó el profeta Eliseo cuando
resucitó el niño de su huéspeda, sobre el cual se acostó, encogiendo su cuerpo
a la medida del niño, con lo cual se calentó la carne del niño muerto, y abrió
los ojos y resucitó. Pues ¿qué otra cosa nos representa esta tan extraña
ceremonia del profeta, sino haberse recogido aquel grande Dios que hinche
cielos y tierra, compasándose con el hombre y estrechando su Majestad a la
medida de nuestra humanidad por su grande caridad, con la cual el mismo hombre
vino a encenderse en el amor de quien así lo amó? Esta, pues, fue la invención
que la divina Sabiduría inventó para ser amada de los hombres, acomodándose a
la pequeñez y naturaleza de ellos[1].
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XV, F.U.E. Madrid 1997, p. 428-9
[1] Tomado del Boletín Fray Luis de Granada. Proceso de Canonización,
nº 28 de Octubre a Diciembre de 1998, ed. PP. Dominicos de Granada
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