Queda algo que la fe católica, y no la
razón, nos propone creer sobre nuestro Dios y Señor, y es que en aquella
naturaleza simplísima de la divinidad hay tres personas, Padre, Hijo y Espíritu
Santo: El Padre, que es por sí, y no procede de otro; el Hijo, que es engendrado
por el Padre, y el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. En una
sola sustancia y naturaleza hay tres personas distintas entre sí.
Este
sacramento, que sobrepasa el alcance de nuestra mente, proclama muy bien la altura de Dios, tan grande
que supera la capacidad de la mente humana, e incluso la de los ángeles. No
sería verdaderamente Dios, si nuestra mente lo pudiera comprender.
Hay
muchos a los que resulta muy difícil creer este inefable misterio, porque no
pueden llegar a él con la razón. Estos, o se valoran demasiado al pensar que no
hay nada inaccesible a su entendimiento, o desconocen en absoluto la cortedad
de la mente humana. Si los filósofos han enseñado que la mente del hombre es en
el orden de las sustancias separadas (que llaman inteligencias) como la materia
prima ¿qué tiene de extraño que una cosa tan ínfima no llegue a la inteligencia
de la más alta naturaleza?
De
su misma virtud más sublime y de su esfuerzo se puede entender la debilidad de
la mente humana. Ésta llegó a un grado sumo en los filósofos más ilustres,
sobre los cuales la naturaleza parece haber derramado toda su virtud. Ellos,
sin embargo, reconocen humildes que son muchos los secretos de la naturaleza,
que pueden verse en los elementos corpóreos.
Pues si de las cosas que vemos a diario y
tocamos, con las manos es grande nuestra ignorancia ¿cuánto más lejos estaremos
de conocer los astros y los cuerpos celestes, tan distantes de nosotros?
¿Cuánto más de entender la naturaleza de los ángeles desprovista de cuerpo? ¿Y
cuánto más alejados de aquella altísima naturaleza, más sublime infinitamente
que toda otra naturaleza? ¿Cuántos arcanos habrá en ella, que son para el ojo
del entendimiento humano inaccesibles?.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t.
XXXV, F.U.E. Madrid 2002,
p. 114-7
Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía
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