Mas Dios, cuyo poder y fecundidad son inmensos e
infinitos, con su verbo único nombra todas las cosas y a sí mismo, porque en
aquel se encierra toda la sustancia del Padre, y están más perfectas que en las
propias cosas la forma, el aspecto y la figura de ellas. ¿Veis aquí cuánta
desigualdad hay en la semejanza?.
Se compara también al Hijo con la luz y
el resplandor, una comparación que defiende muy bien Augusto Eugubino en su
libro De perenne philosophia[1]. Y
con razón, porque si la luz está muy próxima a las cosas espirituales, no es
nada raro que sea muy apropiada para expresar la naturaleza de aquel Espíritu
supremo.
Esta
comparación se apoya también en la autoridad del símbolo, donde confesamos:
Dios de Dios, luz de luz. Una luz que, aquel que celebró tanto la sabiduría, la
llama candor o rayo de luz eterna[2]. Lo
mismo que una lámpara buenísima emite unos rayos o luz esplendidísima, así el
Padre eterno produce un rayo brillantísimo, que es su hijo.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXV,
F.U.E. Madrid 2002, p. 262-3
Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía
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