Para lo cual es de notar que, queriendo
Dios representar el estado en que había de quedar su pueblo si no recebía al
Salvador, que era ni servir a Dios, ni tampoco a los ídolos, como antes lo
había hecho, mandó al profeta Oseas que pusiese su afición en una mujer muy
querida de un amigo, pero con todo eso adúltera, ‘para que con esta manera de
casamiento representes a los hijos de Israel el amor que yo les tengo’, y, con
todo eso, ellos, como mujer adúltera, ponen sus ojos en los dioses ajenos. Yo,
dice el profeta, hice lo que el Señor me mandó, y di en dote a esta mujer
quince dineros de plata y ciertas medidas de cebada, y díjele: Muchos días me
esperarás: no fornicarás, ni tampoco estarás con tu marido, y yo también te
esperaré[1]. Ésta
es la semejanza de lo que Dios quería representar. Tras de esto añade luego el
profeta lo que esta manera de casamiento significaba, diciendo: Porque muchos
días se pasarán, en los cuales los hijos de Israel estarán sin rey, y sin
príncipe, y sin sacrificio, y sin altar, y sin vestiduras sacerdotales, y sin
ídolos. Y después de esto se convertirán, y buscarán a su Señor Dios y a David
su rey, y reverenciarán el nombre del Señor y su bondad, y este será en el fin
de los días[2]. Hasta aquí son palabras
de Dios por su profeta, las cuales no podrán dejar de poner admiración a quien
considerare cómo este profeta, dos mil años antes, debujó la manera del estado
en que agora vemos todos a este pueblo, con tan claras palabras como si de
presente lo viera con sus ojos. Porque ¿quién no ve pasar esto a la letra
después de la destruición de Hierusalem y de aquel reino, pues ni tienen rey,
ni príncipe, ni sacrificios, ni altar, ni vestiduras sacerdotales, ni tampoco
ídolos?. Y es mucho para notar lo que dice el profeta a esta mujer: No
fornicarás ni estarás con tu marido[3].
Porque en todo este tiempo este pueblo ni ha fornicado, adorando los ídolos,
como lo hacía antes, ni tampoco está con su marido, que es Dios, pues no está
en su amor y gracia: y no lo está, pues no ha querido recibir a su rey David,
que es nuestro Salvador, a quien él mandó que recibiesen y obedeciesen, so pena
de su castigo y indignación.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XII,
F.U.E. Madrid 1996, p. 186
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