TEMA: Sed misericordiosos, como vuestro padre es misericordioso[1]
Consta queridísimos hermanos, que la
perfecta justicia por su propio ser
tiene tres parte: la primera da lo que es equitativo y justo a Dios; la
segunda, a nosotros; la tercera, a los prójimos. De las dos primeras trata el
Maestro celestial en otro lugar; de esta última, que se refiere a los prójimos,
trata en la lectura evangélica de hoy. Y esta tercera sección de la justicia, a
su vez, consta principalmente de dos partes: una nos ordena actuar
benignamente, la otra nos prohibe hacer daño. De ambas trata el Salvador en
este lugar. De la primera dice: Sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. Y a un mismo tiempo
declara los deberes y los premios de la misericordia cuando en seguida añade: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os
dará[2]. De la segunda
trata cuando dice: No juzguéis, y no
seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados, y lo demás que sigue
luego.
Dado que el Señor nos propone en la
presente lectura enseñanzas muy saludables acerca de esta doble parte de la
justicia hacia los prójimos, yo también con la ayuda de su gracia, predicaré de
ellas en el presente sermón. Y para que pueda hacerlo piadosa y religiosamente,
imploremos con humildad la ayuda celestial por intercesión de la santísima
Virgen
AVE, MARÍA
Entre los preclaros beneficios que hizo
al género humano el liberalísimo Señor de todas las cosas, ocupa el primer
lugar el que nos haya dado a su Unigénito Hijo no sólo como redentor y
restaurador de nuestra libertad, sino también como maestro e intérprete de su
voluntad. El Apóstol amplifica con razón este beneficio al comenzar la epístola
a los hebreos afirmando: De muchas
maneras y de muchos modos habló en el pasado Dios a los Padres por los
profetas, en estos últimos días nos habló por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todo, por quien creó también los siglos[3]. Y no menos
amplificó este beneficio Moisés, que, después de promulgada la Ley en el monte Sinaí por la
voz del mismo Señor dice al pueblo: Pregunta
a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día en que Dios creó al
hombre sobre la tierra[4]. Y por este
beneficio nos manda el profeta que nos regocijemos y demos gracias cuando dice:
Hijos de Sión, regocijaos en el Señor vuestro Dios, que os dio al
Maestro de justicia y hará bajar a vosotros la lluvia de primavera y de otoño[5]. Evidentemente,
hace esto para que la semilla de la palabra de Dios, arrojada por su trabajo en
la tierra de vuestros corazones y regada con las lluvias de la gracia
celestial, produzca frutos de vida eterna.
Esta misión la cumplió
perfectísimamente nuestro Salvador, como él mismo dice en un salmo: He publicado tu justicia en la gran
asamblea; mira no cerraré mis labios. Tú lo sabes, Señor[6]. Porque ¿qué otra
cosa anuncian los santos evangelios sino la justicia de Dios? Y por la palabra
justicia significó, según la costumbre hebrea, toda virtud y santidad. Dado que
a la justicia principalmente pertenece dar a cada uno lo suyo, y esto mismo lo
hace plenísimamente la virtud, no hay que extrañarse de que en el nombre de
justicia haya comprendido todas las virtudes.
En la lectura del santo evangelio de
este día trata el Señor de aquella parte de la justicia que se refiere a la
común convivencia de los hombres, es decir, al amor del prójimo. Para su
explicación tomó el principio oportunísimo de la misericordia. Sed, dice, misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso[7]. Y para que
entendamos de qué clase de misericordia habla el Señor, se ha de exponer en
primer lugar la noción de misericordia. La misericordia unas veces indica
virtud, otras el afecto, y otras comprende ambas cosas. Y ciertamente del
primer modo ponemos misericordia en Dios y en los bienaventurados, los cuales
socorren a los miserables sin sentir ningún dolor. En cambio del segundo modo
la misericordia es un afecto y un sentimiento de dolor, contraído en nuestro
ánimo por causa de la miseria ajena. De este afecto parece que deben entenderse
aquellas palabras del santo Job: Desde mi
infancia creció conmigo la compasión y desde el vientre de mi madre salió
conmigo[8]. La compasión que
es propia del hombre desde el seno materno parece designar más el afecto que la
virtud. Pues Dios quiso que se socorriese a la humana debilidad no sólo por
otras razones, sino también por ésta. Realmente este afecto, según el sentir de
Aristóteles, domina principalmente en
los viejos, en las mujeres y en los enfermos. Porque todos éstos, enseñados por
su misma flaqueza, temen mucho que se ciernan sobre ellos los peligros y, en
consecuencia, tienen con los demás la misericordia que quieren se tenga con
ellos. Por eso aquella célebre mujer habla en la obra del poeta en estos
términos: La experiencia de los males me
enseña a socorrer a los miserables[9]. Por el contrario,
dice el profeta de los felices y poderosos de este mundo: Beben vino en anchas copas y se ungen con óptimo ungüento, mas no se
afligen en absoluto por el desastre de José[10].
A esta clase de personas añado yo los
varones santos, en los que, como la gracia divina no destruye la naturaleza,
sino que la perfecciona[11], este
afecto natural de la misericordia se halla con mucha más intensidad. Por lo que
dijo Salomón: El justo conoce el modo de
ser de sus jumentos, pero las entrañas de los impíos son crueles[12]. En efecto los
impíos, por vicio de su depravada vida, perdieron no sólo los dones de gracia
dados por Dios, sino también casi los dones y excelencias de su naturaleza.
También aquí se encuentra unida con la
virtud la tierna moción del corazón, lo cual es tan digno de alabanza que
obligó a decir a san Gregorio: Alguna vez
la compasión del corazón es más que el mismo dar, porque todo el que se
compadece perfectamente del necesitado estima en menos todo cuanto da. Y a la
inversa, tanto uno es más perfecto dice
él, cuanto más perfectamente siente los dolores ajenos[13]. Así, pues,
cuando el Señor nos invita a la misericordia, no entiende la que sólo contiene
el afecto del corazón, sino aquella que es exclusivamente virtud o aquella que
une a la virtud este afecto bondadoso.
Dice, por tanto, el Señor: Sed misericordiosos como vuestro Padre
celestial es misericordioso[14]. De verdad se
dice que este Padre es bondadoso con los ingratos y malos, puesto que hace salir el sol sobre buenos y malos y
llover sobre justos e injustos[15]. Porque para
todos igualmente resplandece el sol, alumbra el día, riegan las fuentes, llueven
las nubes. Imitad, pues, vosotros tal misericordia y beneficencia, que no tiene
acepción de personas, no mirando en el hombre otra cosa que la dignidad humana,
la imagen de Dios, el precepto del Señor y, por tanto, al mismo Señor, puesto
que él mismo dijo: Lo que hicisteis a uno
de estos mis hermanos más pequeños a mí me lo hicisteis[16].
Fray Luis de Granada, Obras Completas t. XXXVI, F.U.E. Madrid 2002, p. 12-19
(Traducción de Carlos Cristóbal Cano y Álvaro Huerga)
(Traducción de Carlos Cristóbal Cano y Álvaro Huerga)
[1] Lc 6, 36
[2] Lc 6, 37-8
[3] Hb 1, 1-2
[4] Dt 4, 32-3
[5] Jl 2, 23
[6] Sal 39, 10
[7] Lc 6, 36
[8] Jb 31, 18
[9] VIRGILIO, Aeneida 1630
[10] Am 6, 6
[11] Cf. S. TOMÁS, Summa Theologiae I, q. 1, a . 8 ad 2
[12] Pr 12, 10
[13] S. GREGORIO MAGNO, Moralium XIX, 11, 18: PL 76, 107
[14] Lc 6, 36
[15] Mt 5, 45
[16] Mt 25, 40
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