Los que buscáis a Cristo
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Elevad
los ojos al cielo
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Y
podréis contemplar en él
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Un
astro de gloria eterna.
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Una
estrella, que a la rueda del sol
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Vence
en brillo y hermosura,
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Anuncia
que ha venido a la tierra
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En
carne humana Dios.
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No
es ella esclava de las noches
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Siguiendo
a la luna mensual,
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Sino
que, dueña ella sola del cielo,
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Rige
el caminar de los días.
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Aunque
los Septentriones,
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Girando
sobre sí en círculo,
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No
se quieren ocultar, sin embargo
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Los
cubren casi siempre los nimbos.
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Pero
este astro siempre brilla,
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Nunca
desaparece esta estrella,
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Ninguna
nube puesta en su carrera
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Oculta
su presencia.
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De
allende el golfo pérsico,
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Donde
tiene su puesta el sol,
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Descubren
los sabios intérpretes,
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Los
Magos, el emblema real.
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Cuando
apareció esta estrella,
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Los
demás astros se apagaron,
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Ni
osó encender su llama
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El
esplendente lucero.
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¿Quién
es ése tan grande, dicen,
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Que
reina y manda en los astros,
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Al
que así temen los del cielo,
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Y
sirven la luz y el éter claro?
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Vemos
algo que brilla y que a su brillo
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No
acierta a poner fin,
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Sublime,
excelso, sin término,
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Más
antiguo que el cielo y la oscuridad.
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De
aquí le siguen animados,
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Fijos
arriba sus ojos,
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Por
do la estrella marca su rumbo
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Y
hace más claro el camino.
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Por
encima del niño
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Queda
colgando el astro,
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Sumiso,
inclinado su rostro,
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Mira
hacia el rostro divino.
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Cuando
los Magos lo ven,
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Sacan
sus regalos de oriente,
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Y
entre sus dones le ofrecen
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Incienso,
mirra y oro regio.
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Reconoce
las señas
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De
tu poder y tu reino,
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Niño,
a quien tu padre
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Tres
condiciones asignó.
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Que
es Dios y es rey lo revelan
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El
oro y el olor sublime
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Del
incienso de Saba; la mirra
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En
polvo declara su muerte.
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Dichosa
tú entre las ciudades
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La
mayor, Belén, a quien tocó
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Engendrar,
venido del cielo,
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Al
autor de la salvación.
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Oye
inquieto el tirano
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Que
viene el príncipe de reyes
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A
reinar sobre Israel
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Y
ocupar el trono de David.
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Loco
por el anuncio grita:
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¡El
sucesor está ahí, nos echan,
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Soldado,
coge la espada,
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Baña
las cunas en sangre!
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¡Que
mueran los niños varones,
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Buscad
en el seno de las nodrizas,
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Y
entre los pechos de las madres,
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Que
el niño cubra de sangre la espada!
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Temo
el engaño de toda mujer
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Que
haya parido en Belén,
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Que
pretenda ocultar
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Su
prole, si es varón lo que ha nacido.
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Traspasa
el verdugo furioso,
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Desenvainada
la espada,
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Los
cuerpos recién paridos,
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Y
busca otras vidas luego.
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En
los miembros pequeñitos
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Apenas
encuentra lugar,
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Donde
asestar el golpe certero,
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Es
más grande el puñal que el cuerpo.
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¡Qué
visión tan horrible!
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Rota
a golpes su cabeza,
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Esparce
el tierno cerebro,
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Y
vomita los ojos por la herida.
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Otro
niño, temblando, es
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Sumergido
en el agua,
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Y
de su boca pequeña salen
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Mezclados
su aliento y el agua.
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¡Salve,
flor de los mártires!
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Que
en el umbral de la vida
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Arrancó
el perseguidor de Cristo,
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Como
el viento arranca las rosas.
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Niños,
primera víctima de Cristo,
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Rebaño
de tiernas ofrendas,
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Inocentes,
jugáis ante el altar
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Con
la palma y la corona.
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¿Qué
aprovecha tanto mal?
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¿De
qué sirve a Herodes el crimen?
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Entre
tantos que mueren, Cristo,
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El
único, escapa impune.
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De
aquel río de sangre infantil, ileso
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Del
hierro que deja a las madres sin
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Hijos,
sólo escapa
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El
que ha nacido de la virgen.
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Así
burló en otro tiempo
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Los
edictos del faraón cruel,
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Prefigurando
a Cristo,
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El
libertador de hombres, Moisés.
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Alegraos
todas las gentes
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De
Judea, de Roma y de Grecia,
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Los
de Egipto, Tracia, Persia y Escitia,
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Que
uno solo es el rey de todos.
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Alabad
a vuestro príncipe,
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los
dichosos y los desgraciados,
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Los
vivos, enfermos y muertos,
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Que
nadie ya morirá desde ahora.[1]
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Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XXV,
F.U.E. Madrid 2000, p. 344-351
(Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía)
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