Resumiendo, pues, todo lo que en esta cuarta parte se
ha dicho, tres cosas hallamos aquí que testifican la verdad de la venida del
Salvador de tal manera que cada una de ellas convence el entendimiento y deja
los hombres atónitos, considerando cómo es posible que haya hombres ciegos en
medio de tan clara luz.
La primera y más sustancial es el cumplimiento de
aquellas cinco clarísimas hazañas que habemos referido, que son la destrucción
de la idolatría, el conocimiento del verdadero Dios, y la sujeción del imperio
romano a la fe de Cristo, y la pureza de vida de innumerables santos que ha
habido después de la venida del Salvador, y el castigo y destierro de los que
le procuraron la muerte. Las cuales hazañas estaban reservadas, según el
testimonio de los profetas, para la venida de Cristo. Y pues éstas vemos ya
manifiestamente cumplidas, síguese necesariamente ser ya venido el autor de
ellas. Y no sólo todas ellas juntas, mas cada una por sí sola bastantemente
prueba esto.
Mas cuando con esto se junta la segunda cosa, que es
la circunstancia del tiempo en que este misterio se había de cumplir, según lo
determina la profecía de Daniel con lo demás, esto es cosa que, bien
considerada, asombra y deja pasmados todos los entendimientos….
Cuando este mismo profeta reveló a Nabucodonosor, rey
de Babilonia, el sueño de que él estaba olvidado, quedó tan asombrado de esta
maravilla que, con ser un tan gran monarca, se derribó a los pies del profeta,
adorando y reverenciando el espíritu divino, que en él reconocía, y así mandó
que le ofreciesen incienso y sacrificios como a Dios. Pues ¿qué menos es el
cumplimiento de esta profecía de Daniel, que la revelación del sueño del rey?...
Pues a
esta segunda maravilla, que es la circunstancia del tiempo en que Hierusalem
había de ser destruida, quiero añadir otra mayor, que es la circunstancia del
lugar de donde habían de salir los que habían de destruir la idolatría del
mundo y traer los hombres al conocimiento del Dios de Jacob. Pues por las
profecías clarísimas de los profetas, que arriba alegamos, y aquí repetimos nos
consta que de Sión y de Hierusalem habían de salir los que habían de obrar esta
maravilla. Y así dice Isaías:
En los días postreros estará aparejado el monte de la casa del Señor sobre la cumbre de los montes, y levantarse ha sobre los collados, y correrán a él todas las gentes, y vendrán a él muchos pueblos, y dirán unos a otros: ‘Venid, y subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob, y enseñarnos ha sus caminos, y caminaremos por la senda de sus mandamientos, porque de Sión saldrá la ley, y la palabra de Dios de Hierusalem’[1].
Todas estas son palabras de Isaías, que tan claramente
denuncian estas dos cosas que aquí decimos, que son conversión de las gentes y
el lugar de donde había de salir esta nueva luz del mundo.
Lo mismo profetizó Miqueas en el capítulo 4, y, lo que
más es, por las mismas profecías de Isaías, como quien participaba del mismo
espíritu. Mas David, en el psalmo 109, introduce al Padre eterno hablando con
su Hijo, diciéndole que se asiente a su diestra hasta que le ponga todos sus
enemigos por escabel de sus pies, y que la vara de su virtud, que es el sceptro
de su reino, sacará él de Sión, para que venga a tener señorío en medio de sus
enemigos. Estos enemigos eran los gentiles, los cuales a fuego y sangre
perseguían el nombre y escuela de Cristo por defensión de sus ídolos, los
cuales vinieron después a destruir y quemar esos mismos ídolos, y adorar a
Cristo..
Y si es razón, como dijimos, que nos haga pasmar el
cumplimiento de la profecía de Daniel, ¿cuánto mas lo debe hacer ésta?. Porque
aquello era profetizar el tiempo en que aquella famosa ciudad y reino había de
ser destruido, mas esto fue señalar el lugar de donde habían de salir los
predicadores de la nueva ley, y destruidores de la idolatría que reinaba en el
mundo y era defendida a fuego y a sangre
por todos los monarcas de él…
Considerando, pues, cómo no una profecía sola, sino tantas
juntas, unas sobre otras,, están testificando la venida del Salvador, confieso
que muchas veces me está llorando el corazón, viendo la extraña ceguedad que
padece aquella parte de gente que permanece obstinada en su error en medio de una
tan clara luz.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XII,
F.U.E. Madrid 1996, p. 174-7
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