Por otro lado, si aguantar por un amigo
sufrimientos graves es señal clara y motivo de amor, ¿quién sufrió nunca por un
amigo suplicios más graves que los que padeció por nosotros el Hijo de Dios,
que hoy empieza derramando lágrimas y soportando la estrechez del pesebre, y que
después dará por nosotros su sangre y morirá en la cruz?. Además, si la
semejanza de naturaleza concilia el amor, he aquí que el Unigénito de Dios se
hizo semejante a nosotros, consciente de lo bueno y de lo malo. Y si la
cercanía por consanguinidad es un motivo de amor, he ahí al creador supremo de
todas las cosas, Dios, unido a nosotros por alianza, hermano nuestro y carne de
nuestra carne, de modo que con todo mérito podemos decir: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne[1].
Si también despiertan el amor una
virtud notable o la bondad, nos enamoramos a veces de gente que nunca hemos
visto, oyendo hablar de sus virtudes, ¿qué bondad hay comparable a la inmensa
bondad de Cristo? De la bondad es muy propio difundirse a todas partes y hacer
que todos la compartan, hacer a todos buenos por semejanza con ella. Y si puso
en esto más esfuerzo y más interés, con ello da un significado mayor a su
eximia bondad. Pero si quiere alguien entender los trabajos que soportó Cristo
y la causa de los mismos, oiga lo que dice el Apóstol: Se entregó a sí mismo por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad y
lograr para sí un pueblo puro y aceptable, hacedor de buenas obras[2]. ¿Hay mayor prueba
de bondad que haber padecido esos sufrimientos y haberse ofrecido a morir para
hacer a los hombres buenos y dichosos, semejantes a él?.
Entre las causas del amor la primera es
el amor mismo, pues así como nada aviva más el fuego que el fuego, nada
enciende tanto el amor como el amor: Quien
se sabe amado arde en un amor semejante, dijo alguien con acierto. Por eso,
a los otros les regalamos cosas que son nuestras pero a los que amamos nos
entregamos además a nosotros mismos; porque el amor a una cosa querida se
enciende mucho más por la tensión misma del amor que por el hecho en sí de la
donación. Si el amor que se esconde en el pecho se demuestra con obras
palpables, ya quisiera yo que me dijeran no ya los hombres, sino los propios
ángeles, de qué otro modo pudo aquel Padre declarar mejor su amor al género
humano que asumiendo nuestra humanidad y padeciendo en la cruz. Con lo primero
nos unió a él; con la cruz se entregó él a nosotros. ¿Qué otra cosa es el amor
sino la unión de los corazones?: pero aquí no hubo sólo unión de corazones sino
también de naturalezas.
También la suavidad y la dulzura
despiertan el amor, de modo que incluso a los animales domésticos cuanto más
dóciles más los queremos. Pero ¿qué
dulzura y mansedumbre hay comparables con estas que vemos en el niño Jesús?.
A veces incluso el aspecto y las formas
del cuerpo son un buen incentivo para el amor, algo que parecía faltarle a
Dios: si los hombres no podían con sus ojos reconocer a Dios, menos aún parece
que pudieran amar al que no podían ver, sobre todo los que miden las cosas más
con los sentidos que con el entendimiento. Mas, para que tampoco esto nos faltara, se revistió Dios de figura
humana para que lo pudiéramos ver. Y aunque pudo haberse presentado como hombre
ya maduro, como los ángeles cuando se muestran a los hombres, quiso aparecer en
la edad y forma que más encendiera nuestro amor a él; de ahí esa imagen no sólo
de niño, sino además pobre, desnudo, envuelto en pañales, acostado en un
pesebre, carente de todo: de este modo, a los que había ahuyentado el miedo, y
la severidad había atemorizado y alejado del reino celestial, los acercaría la
caridad, los movería la bondad y los convencería la misericordia. Este mismo
aspecto de niño pequeño, desvalido también, conmovió en otro tiempo a la hija
del Faraón, al punto de que empezó a querer al pequeño Moisés, al que vio
envuelto en pañales y expuesto a morir en el río, tanto que lo adoptó como
hijo, sin que hubiera otra razón de parentesco, de lucro o de amistad[3].
Sea bendito por siempre tu nombre, Señor, que por nosotros tomaste ese atuendo y
figura, pues si otras razones no hubieran movido nuestro amor a ti, esta forma
con que te ofreciste a nosotros misericordioso bastaba y sobraba para amarte.
De aquí que muchos hombres piadosos,
sobre todo los que continuamente alimentan su espíritu con la contemplación de
la vida del Salvador, reciben diariamente goces maravillosos viendo este
pesebre sagrado y esos miembros y lágrimas del niño.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XXV,
F.U.E. Madrid 2000, p. 95-99
(Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía)
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