Finalmente, para acabar de una vez, la
hermosura de esta alma de ningún modo podrá ponerse de manifiesto más
claramente que si alguien la compara con la hermosura divina. Consta,
efectivamente, que nada hay en el mundo más bello, más hermoso, más digno y más
sublime que Dios. Y después de Dios, en segundo lugar, nada más bello y más
digno que aquella alma que lo ama con amor sumo, lo adora con suma reverencia,
lo venera con suma humildad e inocencia, y que todos sus sentidos y afectos y a
sí toda se entregó a su servicio, de manera que, estando muerta al mundo y a
los apetitos terrenos, vive sólo para él, milita para él, le obedece a él,
tiene sed de él y lo desea ardientemente, tiene puestos en él todas sus
esperanzas y sus bienes, se enciende en su deseo, piensa continuamente en él,
está fija día y noche en la contemplación de su bondad y hermosura; y la cual
de tal manera está sujeta a Dios, que no se atreve a tomar alimento, ni a
dormir, ni a abrir la boca para hablar, ni a emprender cosa alguna, sino
levanta antes a él los ojos de su mente, y dice con el Apóstol: ¿Señor qué
quieres que haga?[1], y la misma procura con
todo cuidado y diligencia no ofender su vista ni aun en la más leve cosa, y
está preparada a dar por su gloria la vida misma y la sangre, si fuere
necesario. Y aunque esta tan grande especie de hermosura no sea visible a los
ojos de la carne, con todo, si alguno lee las vidas y hechos de santísimos
varones, verá con los ojos de la mente una sombra de esta hermosura. Ahora
bien, si alguno hojea con cuidado las cartas y hechos del apóstol Pablo, a través
de ellos contemplará en aquella santísima alma una imagen admirable de pureza,
de inocencia y de todas las virtudes, que lo arrebate en el amor de tan grande
hermosura, y lo mueva fuertemente a alabar al mismo Dios, autor de dicha
hermosura.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XLI,
F.U.E. Madrid 2004, p. 303-5
(Transcripción y traducción
de Donato González-Reviriego)
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