Y así como el precursor de Cristo, Juan, vino para
hacer a los hombres, con los avisos de su doctrina, un habitáculo digno de Dios,
las voces de la Iglesia
ahora (que de día y noche resuenan en los templos) tienden a esto, a
prepararnos para recibir y celebrar el natalicio del Señor con espíritu
piadoso. Por eso la Iglesia
clama todos los días a Dios: Despierta,
Señor, nuestros corazones para preparar los caminos de tu Unigénito, para que
por su venida[1], etc..
El propio Salvador en el Cantar,
luego de mostrarnos los sufrimientos y los beneficios con los que nos atrajo
hacia sí, con voz dulce y amorosa pide que le abramos la entrada de nuestro
corazón: ¡Ábreme, hermana mía, amada mía,
paloma mía! Que está mi cabeza cubierta de rocío, y mis cabellos de la escarcha
de la noche[2].
Lo mismo vuelve a decir en el Apocalipsis: Mira
que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo
entraré a él y cenará con él y él conmigo[3].
¡Oh feliz banquete, cena apetecible,
festín celestial, que ha preparado con regia solemnidad, no el hombre, sino el
señor de todas las cosas! ¡Dichosos de verdad a quienes les ha sido dado gozar
de esta cena, digna del esplendor y la grandeza divina!. Cenaré con él y él conmigo. ¿Qué significa esta clase de convite?
¿No bastaba con decir cenaré con él,
sin tener que añadir y él conmigo?.
Pero era como decir: Los dos prepararemos la cena, pondremos en común nuestros
platos, él cogerá de los míos y yo de los suyos; él me ofrecerá penitencia, con
la que yo me alimento, lágrimas que yo bebo y devoción en la que yo me gozo; yo
le daré el perdón que él anhela de sus pecados, la paz que él desea, la
justicia que demanda y el gozo del Espíritu Santo, esto es, el maná escondido,
que sólo quien lo recibe conoce.
Para celebrar este banquete pide el
Esposo con palabras llenas de amor que le abramos la puerta de nuestro corazón;
en él desea ardientemente entrar, habitar y descansar, pues entre sus delicias
están los hijos de los hombres.
Y lo que añade: Que está mi cabeza cubierta de rocío, y mis cabellos de la escarcha de
la noche[4] significa, por una
parte, la perseverancia de quien insistió tanto en llamar, que su cabeza se
mojó del rocío de la noche y del relente; por otra, nos dice las razones para
abrirle, pues estos nombres simbolizan las penas de los pecados que por nuestro
amor sufrió la víctima más inocente. No es extraño que pida ardientemente
entrar en nosotros el que por esto mismo quiso padecer tantos sufrimientos.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XXIV,
F.U.E. Madrid 1999, p. 421
(Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía)
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