Antes,
en la ley, nadie osaba pronunciar el nombre de Dios, de cuatro letras, más que
el sumo sacerdote, y esto en el templo, en un día solemne y vestido con los ornamentos
sagrados. Pero ahora ni los niños ni las niñas sienten pudor en pisotear y manchar
este nombre venerable por el que se ha restituido al mundo la salvación.
San Francisco antes de morir dejó en su
testamento algunos preceptos familiares que debían cumplir sus hijos. Entre
ellos estaba éste: ‘Quiero que donde encontréis el nombre y la palabra de Dios,
los recojáis y pongáis en lugar digno’[1]. Ved
la preocupación que tenía en su pecho aquel santísimo varón antes de morir.
Olvidado en cierto modo de sí, se preocupaba por la veneración de este nombre
sagrado. Pero a nosotros, desgraciados, nada nos importa: será quizás que aún
no somos conscientes de esa salvación que ha venido al mundo por este nombre.
Yo os pido, hermanos, hoy que es el
primer día del nuevo año y la festividad de este sagrado nombre, que para
reverenciarlo adopte cada uno el firme propósito de alejar de sí, de sus hijos
y de su familia toda injuria a este nombre divino, de manera que usemos de él
para defendernos de nuestras miserias y no para confirmarnos en nuestras
faltas.
San Agustín explica con su propio
ejemplo por qué razón debemos invocar este nombre: ¿Qué es Jesús sino
Salvador?. Por eso, por tu propio interés, sé para mí Jesús. No mires, Señor,
mi mal y olvides así tu bien. ¡Oh buen Jesús!, aunque he reconocido por qué me
puedes castigar, tú no has perdido (tu misericordia) por la que me sueles
perdonar[2].
Así pues, valiéndome de este nombre no para jurar en
vano, sino para pedir piadosamente su ayuda, mereceremos por fin alcanzar por
él la gloria de la salvación eterna y la inmortalidad.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XXV,
F.U.E. Madrid 2000, p. 176-9
Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía
[1] S. FRANCISCO DE ASÍS,
Escritos, B.A.C., Madrid 1959 p. 35
[2] LUIS DE GRANADA, Silva
locorum communium, Salamanca 1535; PSEUDO-AUSTÍN, PL 40
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