Os
ruego hermanos que os fijéis en la fe, en la magnanimidad, en la prudencia y en
la obediencia de la Virgen. Nada
cuestiona ya, nada pide, nada pregunta de lo mucho que, humanamente hablando,
pudiera inquirir. ¿No os parece que pudo replicarle?: Tú me anuncias una
concepción y un parto por virtud del Espíritu Santo. ¿Qué dirá mi esposo, al
que le he prometido fidelidad? ¿Qué dirá cuando vea que estoy encinta? Cuando
Samuel recibió de Yavé el encargo de ungir a David rey, se apoderó de él un
miedo de muerte y objetó : Se enterará Saúl y me matará[1]. Cuando
el Señor envió a Ananías a bautizar a Saulo, le aterró la comisión y objetó:
Señor, he oído que este hombre ha hecho muchas maldades a tus santos en
Jerusalén[2].
Pudo, pues, apoderarse de la Virgen María
el miedo a la muerte y a la infamia, ya que estaban en juego dos bienes
sumamente apreciados entre los humanos: la fama y la vida. Y que ese miedo no
era banal en el caso de la Virgen María ,
los acontecimientos posteriores lo demuestran: José pensó abandonarla, si el ángel
no le hubiera aconsejado[3]. Aunque
la santísima y humilde Virgen tuviese en cuenta todos esos riesgos, no dudó ni
un momento, no preguntó nada, se puso toda en manos de la providencia divina,
cuya voluntad se le anunció. Antes de ese anuncio inquirió: ¿Cómo puede ser
eso?, etc. Después de la respuesta del ángel, nada pregunta, aunque es
consciente de los riesgos. Se pone enteramente en manos de Dios: He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XL,
F.U.E. Madrid 2003, p. 136-7
(Traducido
por Álvaro Huerga)
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