Mas
esto, con ser grande, no sorprenderá tanto al que contemple en él algo mucho
más admirable.¿Cómo podía el santo elevar con aquella rapidez su mente, inmersa
en áridas y espinosas disputas filosóficas, a la contemplación de las cosas
divinas, al extremo de quedar tantas veces extasiado?. Sería menos admirable si
toda su vida la hubiera empleado sólo en la explicación de la Sagrada
Escritura; pero cuando tuvo que abordar y definir tantas, tan variadas,
múltiples y sutilísimas cuestiones, cuando se ocupó de explicar toda la obra de
Aristóteles, llena de cuestiones y versiones complicadísimas, la dialéctica,
física, metafísica y la filosofía moral, e ilustrarla con tan minuciosas particiones,
¿cómo pudo su mente, distraída en tantas dificultades, encontrar el camino de
aquella altísima contemplación?.
No nos
parecen tan admirables, aquellos anacoretas que, cuenta Casiano, empleados en trabajos
manuales, elevaban su mente, libre de otra ocupación a las cosas divinas, pues
no era su mente, sino sólo sus manos las que tejían con junco los cestos y las
canastillas de mimbre. Por eso aún hemos de admirar más que la mente del doctor
santísimo, implicada en tantas dificultades, pudiera tan fácilmente elevarse a
Dios. Esto, os lo confieso, me hace quedar muchas veces atónito y admirado de
la virtud divina.
Os he contado estas cosas, hermanos, con el fin no sólo de que admiréis la
extraordinaria santidad y doctrina de nuestro santo doctor, sino también para
encender vuestros ánimos en el amor a la sabiduría, en la que está puesta la
felicidad de la vida humana, y para mostraros el camino por el que se debe
llegar a ella, y que no es otro que éste: pureza e inocencia de vida, entrega a
la caridad, y ese deseo de la sabiduría que poco antes os he dicho. Es camino
también la oración frecuente y devota, nacida de este deseo, que pida a Dios
con insistencia este don celestial; un don que logramos antes con el fuego de
la voluntad que con la agudeza del entendimiento, más con amor que con trabajo
humano, con lágrimas antes que con debates, con la práctica de la oración antes
que con la lectura.
La
virtud de la oración se extiende a cuanto deseamos pedir a Dios; por lo que al
hombre cristiano debe serle familiar ahora y en todo tiempo y ocupación; algo
que, dice Tertuliano, era habitual entre aquellos fieles antiguos de la iglesia
naciente: ‘No cabe en nuestra cena la
vileza o la inmodestia. Ni se ponen a la mesa sin antes rezar. De este modo,
recuerdan mientras cenan que durante la noche deben orar a Dios; y hablan entre
ellos sabiendo que Dios está presente y que les oye. La oración cierra también
la cena. Tras ella, cada uno, como puede canta alabanzas a Dios. Por último, no
se cena tanto con la comida como con la instrucción’[1].
Por este
camino, hermanos, se logra el don precioso de la sabiduría, en cuya posesión
decimos que está el fundamento de la felicidad que puede tenerse en esta vida.
Quiera el Señor que gocemos de una y
otra felicidad, esta inacabada que se recibe en el camino, y aquella completa
que todos los fieles esperamos en la patria celestial.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XL,
F.U.E. Madrid 2003, p. 60-3
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