Mas
la Virgen María ,
no obstante su turbación, no se desmaya, sino piensa, inquiere. Se turba por
los elogios, pero ‘discurre’, temerosa y humilde. Para explicar la causa de su
temor, que ella calla, debemos recordar que la santísima Virgen estaba
enriquecida con todas las virtudes, entre ellas la humildad. Porque así como
los que construyen una alta torre cavan cimientos profundos para que soporten
bien el peso del edificio, así Dios, habiendo adornado el alma de la Virgen con dones de gracias
superiores a los que otorgó a todas las criaturas, puso en ella profundísimos
cimientos de humildad, para que no peligrase la maravilla de tantas virtudes y
carismas con el soplo de la más mínima elación o humana vanidad. No estuvo
adornado con esta virtud aquel excelso ángel Luzbel, que cayó en el abismo,
ofuscado, como dice Ezequiel, por su propia hermosura[1]. Y a
san Pablo, para que no se enorgulleciera con la magnitud de las revelaciones
recibidas, no le libró Dios del estímulo de la carne[2].
Teniéndolo a la vista, no perdió nunca de ojo la debilidad humana, y su
consideración le sirvió de ayuda para no envanecerse. En verdad, la santísima
Virgen María estaba exenta de todo riesgo gracias a su profundísima humildad;
su turbación se debía sobre todo a su grandísima humildad, que la hacía
reputarse por la más ínfima de todas las criaturas, no digna de ningún elogio,
y menos el de bendita entre todas las mujeres. Para una verdadera humilde, que
se reconoce tan poca cosa, nada hay más nuevo y preocupante que oírse llamar
llena de gracia, bendita entre todos los mortales, elogios tan ajenos a lo que
siente de sí misma.
Fray
Luis de Granada, Obras Completas, t. XL,
F.U.E. Madrid 2003, p. 74-75
(Traducido
por Álvaro Huerga)
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