Casi seguro que así hablaría la santísima
Virgen con Dios en este refugio incólume de salvación humana: ‘Sólo tú, Padre
clementísimo, conoces mi soledad, mi tristeza y la angustia de mi corazón,
porque sólo Tú aseguras mi favor y la dignidad de tu Hijo predilecto. He
perdido el único bien, en el que estaban depositados todos los tesoros de tu
sabiduría, todos los apoyos de la vida, todos los consuelos de la esperanza. Si
David se entristeció, como lo hizo, por la muerte de su hijo Absalón, a pesar
de que era un indeseable[1]
; si Jacob, con tantos hijos, llevaba tan mal la muerte de uno sólo José, al
que creía muerto[2], ¿qué
haré yo, madre de mi hijo pequeño, esto es, de tu Hijo Unigénito, privada de
tan gran tesoro?. Si en algo he ofendido tu mirada divina; si he hecho algo
mal, he aquí que mi cuerpo está preparado a recibir todos los dardos de tu
justicia; pero no permitas que sea separada de tu queridísimo Hijo.
Enviaste antiguamente, Padre cleméntísimo,
una estrella espléndida, para conducir a los Magos desde Oriente hasta la cuna
de tu Hijo; envía ahora, por favor, tu luz para que llegue rectamente hasta el
abrazo de tu Hijo; para que me muestre 'dónde está mi amado, dónde pace y dónde
se recuesta al mediodía'[3].
¿Quién no lloraría al verla llorar y gemir? ¿Cómo no responderían aquellas
entrañas divinas a tan piadosos reclamos?.
Con estas piadosas lágrimas, con estos
ruegos mereció encontrar a su deseado Hijo, después de tres días, sentado en
medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. Y le dijo su Madre: Hijo,
¿por qué nos has hecho esto? He aquí que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
Y Él les respondió: ¿Porqué me buscábais? ¿No sabíais que conviene que esté en
las cosas que son de mi Padre?[4].
¿Para qué otra cosa, pues, he venido al mundo; para qué tomé carne; para qué
asumí la naturaleza humana, si no es para engrandecer la gloria de mi Padre, y
reconducir a los hombres extraviados hasta el pastor y obispo de sus almas?.
Pues aunque Cristo Señor aplazase su misión
de enseñar hasta su edad madura, tiempo en el que tenía destinado presentar a
los ojos de los mortales la luz de su doctrina, sin embargo, de la misma manera
que el sol antes de salir y mostrarse totalmente a los hombres, empieza a desvanecer
poco a poco las tinieblas y a iluminar el mundo con el resplandor de su luz
inminente; así también Cristo, Sol de justicia, que iba a iluminar el mundo
casi a los treinta años de edad, empezó a los doce a disipar con su fulgor las
tinieblas y la niebla.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXVI, F.U.E. Madrid 2000, p. 15-6
Transcripción y traducción de Mª del Mar Morata García de la Puerta
Transcripción y traducción de Mª del Mar Morata García de la Puerta
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