miércoles, 30 de noviembre de 2016

Amor de la Virgen a su Hijo

        El segundo afecto que se sigue de éste, es la grandeza de la alegría que la Virgen tendría con la compañía y presencia de tal Hijo. Porque la alegría nace de la presencia y fruición de la cosa amada, de tal manera que cuanto es mayor el amor, tanto mayor esta alegría. Pues la que tan grande amor tenía a tal Hijo, ¿qué tan grande sería la alegría que recibiría de traerlo siempre a su lado, de verlo cada día a su mesa, de oír sus palabras, de gozar de su presencia, de ver aquel divino rostro, aquellos ojos, aquella mesura y aquella majestad que en aquel santo cuerpo resplandecía? ¿Qué de veces estaría a la mesa sin comer, viendo comer aquel que mantiene los ángeles? ¿Qué de veces se le pasarían las noches de claro, hincada de rodillas par de la cama del niño, viendo cómo dormía aquel que velaba sobre la guarda del mundo?. Si la memoria sola de este Señor bastaba para despertar de noche al profeta Isaías, cuando decía: Mi alma, Señor, te deseó de noche (Is 26, 9), y si de algunos santos leemos que contemplando las perfecciones y hermosuras de este Señor se arrebataban y salían de sí, y se levantaban en el aire, como se lee de San Antonio, de San Francisco y de Santo Tomás y de otros, esta Señora que tanta mayor caridad y gracia tenía que todos los santos, esta que tan presente tenía al Santo de los santos, ¿qué haría, qué sentiría, y cuál sería la alegría y los movimientos y sentimientos de su corazón

Fray Luis de Granada, Vida de María; edición preparada por J. A. Martínez Puche O. P., Edibesa, Madrid 2002,  p. 50

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