sábado, 17 de diciembre de 2011

Sermones de tiempo: Adviento II

Preso en la cárcel, envía Juan a dos de sus discipulos a preguntar al Señor: ¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro? En este punto solemos cuestionar esto: ¿cómo pregunta Juan si Cristo es el Mesías prometido en la ley, si él mismo cuando bautizaba y predicaba lo había proclamado como tal? ¿Cómo no iba a saber de quién había sido él elegido por Dios como testigo y precursor?.

Hay quienes dicen que Juan quiso saber por boca y palabra del mismo Cristo lo que antes había aprendido por manifestación del Espíritu Santo. Las cosas muy importantes y las que deseamos ardientemente nos gusta oírlas, no una ni dos, sino miles de veces. Así por ejemplo, el padre que a su único y queridísimo hijo lo cree muerto en la guerra, si oye de algún testigo fiable que está vivo y lo cree, se alegra y desea oír a otros muchos mensajeros que le confirmen lo mismo. Si no  había otra cosa mayor ni más deseable que la venida del Salvador, su creencia en él y su conocimiento ¿qué tiene de extraño que Juan quisiera oír de nuevo, de boca de la verdad misma, una noticia tan venturosa y feliz, que ya sabía de antes por oráculo divino? Si el solo recuerdo de este beneficio tan grande llena de gozo inefable el corazón de los justos ¿qué sentimientos despertaría tan ilustre testimonio viniendo de quien es la verdad misma?.

Los testimonios de Cristo y del Espíritu Santo afectaron por igual el alma de Juan; pues si aquel esposo celestial, cautivo de amor por su esposa, desea oír su voz cuando dice: Hazme oír tu voz, que tu voz es dulce ¿cómo el amigo del esposo, Juan no desearía y se alegraría de oír la voz y el testimonio de aquel a quien amaba con ardiente amor desde el vientre mismo de su madre? Ansioso por oír esta voz, de  hecho la más sublime y grata de todas, envía a sus discípulos para preguntarle: ¿Eres tú el que ha de venir , o esperamos a otro?.

Esta es la respuesta a aquella pregunta, respuesta que, a mi juicio, nada tiene de absurdo pues es común a la mayoría de los Padres: que Juan había querido ponerse en el papel de sus discípulos, ciegos y vacilantes, y formular la pregunta en nombre de ellos, no en el suyo, como dije en la anterior homilía.

Por lo demás, viendo el Señor la intención de aquellos discípulos, quiso con un tacto admirable y divino sanar su fe débil, pero de forma que ni les hizo ver su herida y además les ofreció el remedio mejor y más eficaz para ella. Después de curar en su presencia varias enfermedades corporales, para remediar su falta de fe, les dijo: Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, etc. Les expone las señales del verdadero Mesías, las que en otro tiempo profetizó Isaías que se darían cuando aquel viniera: Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua de los mudos cantará gozosa. Con estas palabras el divino poeta, inspirado por el espíritu divino, anuncia las señales por las que se podrá reconocer al verdadero Mesías.

Son signos de la verdad y a la vez beneficios grandes para el género humano. Lo cual se hizo, por designio divino, para nuestra salvación; toda la sagrada escritura tiende ante todo a llevar a nuestros corazones la fe y la caridad, y ambas se logran gracias a estas señales: como señales, despiertan la fe; como beneficios avivan la caridad, el amor hacia nuestro generoso y espléndido benefactor. Por beneficios entiendo yo no sólo el remedio de los males corporales, que antes o después, querámoslo o no desaparecerán convertidos en polvo, sino mucho más de las enfermedades del alma; para sanar estas enfermedades principalmente vino Cristo. Sabemos que las almas padecen las mismas y aún otras muchas más enfermedades que los cuerpos, y éstas sólo las puede remediar aquel gran médico que viene del cielo.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, Sermones de Adviento, t. XXIV, F. U. E. Madrid 1999, p. 355-357
Traducción y transcripción de Ricardo Alarcón Buendía

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