viernes, 6 de enero de 2012

Sermones de tiempo: después de Epifanía

     Nos servirá el ejemplo de san Agustín, que muchos años antes de su conversión andaba atormentado, hasta que le asistió aquella mano de Dios todopoderoso.Y ¿cuántas cosas aguantó: cuántas angustias, cuántas vueltas y revueltas de su alma fluctuante? ¿Cuántas veces se desanimó? ¿Cuántas veces estuvo como parado a mitad de un camino? ¿Cuántas veces se animó a vivir castamente, viendo a otros, y cuántas veces luchó contra sus malas pasiones, hasta que las superó, gracias a la ayuda divina? Esto es lo que da a entender el Señor en este pasaje, en el que cura la lepra (que antes no se curaba) con el contacto de su mano.

     Finalmente, tocó al leproso, para declarar el poder admirable del sacramento de la eucaristía, en el que se produce el mismo contacto, pues es el mismo cuerpo de Cristo, del que entonces emanaba la virtud que sanaba a todos.

     Esta virtud cimentaba la fe y sanaba visiblemente los cuerpos. Ella misma, una vez cimentada la fe, sana invisiblemente las almas, lo cual no es tan admirable y digno de estima. Por tanto, si muchos querían entonces tocar al Señor, para ser curados de la lepra corporal, mucho más debemos tocar su cuerpo santísimo en la comunión, para ser librados de la lepra del alma.

     Y no debemos preocuparnos menos de nuestra alma que de nuestro cuerpo, ni debemos querer menos su salvación, sobre todo porque las enfermedades espirituales son más peligrosas, porque el alma es más valiosa que el cuerpo. Pues nos hace más daño, lo que daña nuestra parte más noble. Por tanto, si una muchedumbre de enfermos corría junto al Señor, ¿cómo no nos acercamos nosotros a la Eucaristía con un deseo interior semejante, si a todos los que nos acercamos nos concede graciosamente la salud, la vida, la alegría, una fuerza invencible, la fortaleza de ánimo, los carismas del Espíritu Santo, y finalmente el premio de la vida eterna?.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, Sermones de tiempo: después de Epifanía t. XXVI, F. U. E. Madrid 2000, p. 155

Traducción de María del Mar Morata García de la Puerta

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