sábado, 14 de diciembre de 2013

La caridad agrada a Dios

Después de la esperanza se sigue la caridad, de cuyas alabanzas no se puede hablar con pocas palabras. Porque ella es la más excelente de las virtudes, así teologales como cardinales; ella es vida y ánima de todas ellas; ella es el cumplimiento de toda la Ley. Porque, como dice el Apóstol, el que ama, cumplido tiene con la ley[1]. Ella es la que hace el yugo de Dios suave y su carga liviana; ella es la medida por donde se ha de medir la porción de la gloria que se nos ha de dar; ella es la que agrada a Dios, y por quien le es agradable todo lo que le es agradable; pues sin ella ni la fe, ni la profecía, ni el martirio tiene precio delante de El. Esta es, finalmente, la fuente y origen de las otras virtudes, por razón del imperio y señorío que tiene para mandarlas, y hacerles usar de sus oficios; como el mismo Apóstol lo confirma, diciendo: La caridad es paciente y benigna; no es envidiosa, no busca sus intereses, no se ensaña, no piensa mal, no se goza de la maldad, y huélgase con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo lleva[2].
Pues, para alcanzar esta joya tan preciosa, aunque ayudan todas las virtudes y buenas obras, mas señaladamente sirve la consideración. Porque cierto es que nuestra voluntad es una potencia ciega que no puede dar paso sin que el entendimiento vaya delante alumbrándola y enseñándola lo que ha de querer y cuánto lo ha de querer. Y también es cierto que, como dice Aristóteles[3], el bien es amable en sí, mas cada uno ama su propio bien. Pues para que nuestra voluntad se incline a amar a Dios, es menester que el entendimiento vaya delante, declarándole y ponderándole cuán amable sea Dios en sí, y cuanto lo sea también para nosotros. Esto es, cuánta sea la grandeza de su bondad, de su benignidad, de su misericordia, de su hermosura, de su dulzura, de su mansedumbre, de su liberalidad y de su nobleza, y de todas las otras perfecciones suyas, que son innumerables. Y, después de esto, cuán piadoso haya sido para con nosotros, cuánto nos amó, cuánto por nuestra causa hizo y padeció dende el pesebre hasta la Cruz, cuántos bienes nos tiene aparejados para adelante, cuántos nos hace de presente, de cuántos males nos ha librado, con cuánta paciencia nos ha sufrido, y cuán benignamente nos ha tratado con todos los otros beneficios suyos, que también son innumerables. Y considerando y ahondando mucho en la consideración de estas cosas, poco a poco se va encendiendo nuestro corazón en amor de tal Señor.

Fray Luis de Granada, Obras Completas,  t. I, F.U.E., Madrid 1994 p. 29-30





[1] Rm 13, 8
[2] Co I 13, 4-7
[3] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VIII, 2

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