miércoles, 3 de febrero de 2016

El Corpus

CORPUS
Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona metalería de la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata en las manos; la bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de más colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin, entre la guardia civil, la Custodia, ornada su calada platería, despaciosa en su nube celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, en la cargazón de oro viejo de las dalmáticas y las capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida...
Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza...

Juan Ramón Jiménez, Platero y yo,  en Google Play, ed. La Lectura 1914 (ordenada por ed. Calleja)

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        Además de sostener la vida, es propio también de la comida deleitar al que la come. El Señor, que es autor y conservador de la naturaleza, para mover a los hombres a la necesaria conservación de la vida humana, se cuidó de atraerlos con este halago del placer, de modo que no olvidaran lo que es imprescindible para mantenerla.
        Y si se valió de esta providencia, para que no fallara por falta de comida la vida mortal del cuerpo, ¿cuánto más debió de hacerlo para que no faltara a las almas la comida celestial, de la que depende no ya la vida mortal, sino la espiritual y eterna? Sin duda, cuanto es mayor la excelencia del alma que la del cuerpo, y es más necesaria la comida de aquella que la de éste, mayor es también la dulzura y suavidad de aquella comida.
        Asegura santo Tomás (STO. TOMÁS, Officium de Corpore Christi) que nadie puede explicar la dulzura de este sacramento, porque en él la dulzura espiritual se cata en su propia fuente, esto es, en Dios mismo (PSEUDO AGUSTÍN, Meditaciones: PL 40, 902s).  Su efecto es tan claro que ni el propio Señor, que es fuente de todas las gracias, se privó de este fruto, pues en la última cena comió con sus discípulos este pan celestial. No podía recibir aumento de gracia quien tenía la gracia suma; y menos aún fuerzas contra el pecado el que no podía pecar de ningún modo.
        ¿Entonces? Seguro que al compartir este sacramento sintió cierta dulzura y suavidad. Lo mismo que se gozó en el Espíritu Santo con sus discípulos cuando venían de predicar el evangelio, así ahora se alegró mucho más cuando tomó este sacramento y lo instituyó para salvación del género humano.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXV, F.U.E. Madrid 2002, p.247

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