viernes, 16 de mayo de 2014

Pedro de Lorenzo

Verde masa vegetal; moreras, naranjos, frutales de hueso. Terrenos finamente removidos. Flora de oasis, fecunda. La vida bulle rica y apretada; casas de labor en enjambre, no hay límites entre ciudad y campo. Desde el codo de Alcantarilla a la raya con Alicante, es permanente el riego, las aguas fangosas, fértil en toda estación la tierra[1].
Calasparra-Cieza-Murcia-Orihuela…Espinardo, Churra, Monteagudo, La Cueva, Esparragal, Llano de Brujas, Alquerías, Santomera, Beniel…Veintisiete kilómetros de huerta. Y sigue: La Aparecida, Bigastro, Jacarilla, Redován, Callosa de Segura, Cox, Granja de Rocamora…Almoradí, Dolores, Guardamar…Muy poblada, la huerta. Heredamientos al norte y sur del río la comparten; lentas las aguas, el aire embalsamado.
Las recamadas ramas, el llanto de las ñoras, el alborozo de los pájaros, todo es de alabamiento en los poemas árabes. Esmerada en cultivos, traba túneles frutales: naranjo, morera, palma; sosiega en la hortaliza, a la verde sombra espesa. Se enturbia el borbotón, en las acequias riscoso; entre los altos cipreses camineros corre la bicicleta. Amarillea un campo de lejos cereales.
Maravilla esta llana, en siempre tempero, de trazado milimétrico; alternan surcos y caballones; a trechos, una especie distinta de hortaliza, una variedad en el frutal. Para cada planta los mimos que le sean propios; ni un palmo en desarreglo. Es labranza, pero en maceta, jardinería de proporciones, apoteosis del primor: la profusión de sombrajos mínimos; pródigos los tutores; el pensamiento y la mirada, pendientes de cada pie, cada hoja, cada yema…
Sucia, grávida del arrastre, el agua anda la huerta. Si viene en sus cabales, se extasía; derrama en acequias y regueros sus fuerzas todas; sí que gustaría de quedarse; acabará el río agotado. Al mar, llega con vida sólo cuando llueve; esplenden afantasmadas las dunas del Segura. Pero en la huerta goza de una imagen de paraíso. Frondosidad y caserío; en poco espacio, cuarenta pueblos; seiscientos habitantes kilómetro cuadrado.



[1] PEDRO DE LORENZO, Viaje de los ríos de España, ed. Plaza y Janés, Barcelona 1981, p. 256-7


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        Y no es menor materia de alabanza ver de la manera que el Criador ordenó que el agua lluvia cayese de lo alto. Porque si todos los ingenios de los hombres se pusieran a pensar de qué manera caería esta agua para regar la tierra, no pudieran atinar en otra más conveniente que ésta. Porque parece que viene colada por la tela de un cedazo, repartiéndose igualmente por todas partes, y penetrando las entrañas de la tierra para dar mantenimiento a las plantas, que con ella se sustentan, refrescando por de fuera las hojas y fruta de los árboles, lo cual no hace el agua de regadío.
        Esta es aquella maravilla que entre otras se atribuye a Dios, de quien se escribe en el libro del santo Job (26, 8) que Él es el que prende y ata las aguas en las nubes de tal manera que no caigan de lleno en lleno sobre la tierra. Y lo mismo escribe Moisés, alabando la tierra de promisión, por estas palabras (Deut. 11, º10): 'La tierra que vais a poseer, no es como la de Egipto, que a manera de las huertas se riega con agua de pie. Porque sobre esta nuestra tierra están puestos los ojos del Señor desde el principio del año hasta el fin, para enviarle agua y rocío del cielo'. El cual beneficio canta el Profeta Real en el Salmo 146, 8, diciendo: 'El Señor es el que cubre el cielo de nubes, y por medio de ellas envía agua sobre la tierra'. Y esto con tanta largueza, que, como se escribe en Job (5, 9), no sólo riega los sembrados y tierras de labor, sino también los desiertos y tierras sin camino, para que produzcan yerbas fresca y verdes.

Fray Luis de Granada, Canto a la Naturaleza, ed. de Urbano Alonso del Campo, Universidad de Granada 1991, p. 32-3

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