viernes, 7 de junio de 2013

Aparejado está mi corazón, Señor

      Pues el que desea hacer enteramente lo que debe, y ser perfecto siervo de Dios, y tener más cuenta con la divina voluntad que con su propia consolación, para todo esto ha de estar aparejado diciendo con el psalmista: Aparejado está mi corazón, Señor, aparejado está mi corazón[1], conviene saber, aparejado a volar por el cielo y aparejado a andar por los agujeros de la tierra, aparejado para reposar con vos y aparejado para trabajar con el prójimo, aparejado a gozar de vuestras consolaciones y aparejado a llorar las miserias de mis hermanos, aparejado finalmente para el ocio de la caridad, y aparejado también para los negocios que pide la necesidad de la caridad. Así, pues, ha de estar aparejado para todo de tal modo, que aunque está arrebatado sobre los cielos, debe de bajar de ahí cuando supiere que padescen trabajos sus hermanos, y darles benignamente los oídos, y ayudarlos en todo lo que pudiere, no mirando a ellos en ellos, sino considerando a Dios en ellos, por quien hace lo que hace, conosciendo que aunque pierda en esto sus gustos, no por eso pierde a Dios, sino que deja a Dios por Dios. Y acabada esta obra, torne a donde antes estaba, y prosiga lo que hacía como si nunca lo hubiera interrumpido.
      De esta manera he visto yo algunas personas, y especialmente me acuerdo de un religioso lego, el cual tenía el servicio de todo un monasterio a su cargo, y no paraba un punto desde la mañana hasta la noche, acudiendo a todos los negocios de casa con todo cuidado y silencio; y acabado el trabajo continuo del día, así acudía a prima noche y a la madrugada a su oración tan profunda y tan prolija, como si todo el día estuviera aparejándose para ella. De esta manera pues debe el siervo de Dios ser como un caballo revuelto, que sepa ir y sepa tornar, como se escribe de aquellos sanctos animales de Ezequiel que llevaban el carro de Dios, los cuales iban y volvían tan ligeros como relámpagos[2]. Así pues debe el siervo de Dios acudir a los prójimos y volver con presteza a Dios; esto es, a las obras de la vida activa y a los ejercicios de la contemplativa.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. VII, F.U.E. Madrid 1995, p. 144-5





[1] Sal 107, 2
[2] Ez 1, 14

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