lunes, 14 de octubre de 2013

La victoria de los mártires, excelencia de nuestra fe

          Presupuesto el preámbulo, síguese que tratemos de la victoria maravillosa de los santos mártires, y del testimonio que con ella nos dieron de a fe católica. Para tratar de esta materia conviene traer a la memoria aquellas dos espirituales ciudades que sant Agustín describe en los libros de la Ciudad de Dios[1], que son Hierusalén y Babilonia, cuyos moradores y caudillos y oficios son muy diferentes. Porque los moradores de Hierusalem son todos los buenos, mas los de Babilonia todos los malos. El caudillo de los unos es Cristo, y de los otros el demonio. Aquella ciudad edifica el amor de Dios, que llega al desprecio de sí mismo, mas ésta edifica el amor propio, cuando llega a despreciar a Dios por amor de sí. Los moradores de las dos ciudades tienen perpetua guerrra unos con otros, porque como dice Salomón, abominan los justos al hombre malo, y abominan los malos al hombre bueno[2]. Asimismo el Eclesiástico dice: Contra el mal el bien, y contra la vida la muerte, así al varón justo es contrario el pecador[3]. Y esta guerra no es nueva, porque comenzó con el mismo mundo, cuando mató Caín a su hermano Abel[4], no por otra causa, sino como dice sant Juan, porque las obras de Abel eran buenas, y las de Caín malas[5].
         Pues cada una de estas ciudades tiene sus combatientes y defensores. Contra la ciudad de Babilonia pelea Cristo con los suyos, mas contra Hierusalem el principe de este mundo con todos sus aliados. En la una parte pelea el espíritu, en la otra la carne, pretendiendo derrribar y ahogar el espíritu. La joya por que una parte pelea, es la gloria de Dios, y el fin por  que la otra guerrea, es el interese del amor propio, despreciada la gloria de Dios.
       Pues como el principado de esta ciudad de Babilonia fuese tan contrario y tan injurioso a la gloria de Dios, y estuviese tan extendido por toda la redondez de la tierra, donde el verdadero Dios estaba olvidado, y el príncipe de este mundo en su lugar adorado, indignándose el Hijo de Dios por la injuria de su Padre, y compadeciéndose de la ceguedad de los hombres, vino a este mundo a pelear con esta bestia fiera y desterralla de él. Esto es lo que todos los padres antiguos continuamente le pedían. Porque esto deseaba David[1] cuando pedía que este potentísimo Señor se ciñese su espada y la pusiese sobre el muslo para pelear con este enemigo.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. X, F.U.E. Madrid 1996, p. 147-8



[1] Sal 44, 4


[1] S. AGUSTÍN, De civitate Dei, XIV, 28; PL 41, 436
[2] Pr 29, 27
[3] Si 33, 14
[4] Gn 4, 8
[5] Jn I 3, 12

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