lunes, 25 de marzo de 2013

Padre, perdónalos

XIV

La pasión de Cristo

         Aunque nos podría socorrer también no muriendo, quiso, sin embargo, auxiliar a los hombres muriendo, pues evidentemente menos nos habría amado, y no nos mostraría la fuerza de su amor, si esto que quitó de nosotros, al tiempo Él mismo no lo soportara (S. GREGORIO MAGNO, Moralium, XX, 36: PL 76,179).

         Tanto más dignamente Dios ha de ser honrado por los hombres, cuanto cosas indignas soportó por los hombres (Id.. Homiliae in evangelia, I, 6,1: PL 76,1096).

         Pues Pablo ni buscaba la gloria del mundo, ni él mismo era buscado por la gloria del mundo; y se gloriaba de que él había sido crucificado por el mundo, y que el mundo había sido crucificado para él (Id. Moralium, V, 3: PL 75,681).

         De tormento se dice cruz, y de dos modos llevamos a cuestas la cruz del Señor, cuando o bien mediante la abstinencia mortificamos la carne, o bien mediante la compasión hacia el prójimo, consideramos nuestra su necesidad (Id. In evang., homilía II, 38, 15: PL 6, 1277).

         Con los vicios y las concupiscencias crucificamos la carne; de tal modo debemos templar la gula, que ya nada busquemos de la gloria del mundo. Pues el que mortifica el cuerpo, pero siente ansia de honores, aplicó la cruz a la carne, pero vive peor para el mundo por la concupiscencia (Id. Moralium VIII, 44: PL 75, 846).

         Mira las heridas del que pende, la sangre del que muere, el precio del que redime, las cicatrices del que resucita. Tiene la cabeza inclinada para besar, el corazón abierto para amar, los brazos extendidos para abrazar, todo el cuerpo expuesto para redimir. Pensad cuán grandes son estas cosas, sopesad estas cosas en la balanza de vuestro corazón, para que todo entero se os clave en el corazón Él, que todo entero por nosotros fue clavado en la cruz ( S. AGUSTÍN, De sancta virginitate, 54-55: PL 40, 428).

     Grande es tu miseria, soberbio hombre, pero mayor tu misericordia, humilde Dios (Id. De catechizandis rudibus IV, 8: PL 40, 316).

         Toda la creación se compadece de Cristo al morir. El Sol se oscurece, la tierra se mueve, las piedras se escinden, el velo del templo se rasga, los sepulcros se abren; sólo el hombre mísero, por quien solamente Cristo padece, no se compadece (S. JERÓNIMO, In Mt., : PL 26).

         El autor de la piedad mientras pendía en la cruz estableció su testamento, distribuyendo a cada uno las obras de la piedad: a los apóstoles la persecución, a los judíos su cuerpo, al Padre su espíritu, a la Virgen el paraninfo, al ladrón el paraíso, al pecador el infierno, a los cristianos penitentes la cruz (S. AMBROSIO, Sermones: PL 17, 825s).

         Yo, hermanos, desde el principio de mi conversión, en lugar de un acervo de méritos, que sabía que me faltaban, procuré reunir este manojo, y colocarlo entre mis riquezas, recogido de todas las angustias y amarguras de mi Señor. En primer lugar evidentemente aquellas necesidades infantiles; luego los sufrimientos que soportó al predicar, de las fatigas al correr de un sitio a otro, de las vigilias al orar, de las tentaciones al ayunar, de las lágrimas al compadecerse, de las insidias al hablar; finalmente, de los peligros con los falsos hermanos, de los gritos, de los esputos, de los puñetazos, de las burlas, de los reproches, de los clavos y de cosas similares a éstas (S. BERNARDO, In Cantica, sermo XLIII, 3: PL 183, 994).

         Tengo sed[1] –dice el Señor-, Señor, ¿de qué tienes sed? ¿Entonces en verdad te atormenta más la sed que la cruz? ¿Por la cruz callas, y por la sed clamas? Tengo sed. ¿De qué? De vuestra fe, de vuestra salvación, de vuestro gozo, más me atenaza el sufrimiento de vuestras almas, que el de mi cuerpo (Id.).

         En la pasión del Señor conviene ver tres cosas especialmente: el hecho, el modo, la causa. Pues en el hecho ciertamente se resalta la paciencia, en el modo la humildad, en la causa la caridad (Id. De passione Domini, sermo 2: PL 183, 263).

       Ve ahora las obras del Señor, los prodigios que puso sobre la tierra; herido por los flagelos, coronado de espinas, atravesado por clavos, sujeto al patíbulo, colmado de oprobios; sin embargo, olvidándose de todos los dolores, dice: Padre, perdónalos[2] (Id. sermo 8: PL 183, 267).

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XLVIII, F.U.E. Madrid 2005, p. 148-151

Transcripción, traducción y notas de José Jaime Peláez Berbell



[1] Jn 19, 28
[2] Lc 23, 34

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