domingo, 12 de enero de 2014

La fe y la piedad de los gentiles

       Otra causa la insinuó David, cuando dijo: El pueblo al que no reconocí fue mi servidor. Me obedeció con sólo escucharme. Los hijos ajenos me mintieron; los hijos ajenos envejecieron y claudicaron de sus sendas[1]. En estas palabras se refiere a la fe y la piedad de los gentiles, que, sin haber tenido noticia alguna de Dios, ni haber visto a Cristo con carne humana, ni haber presenciado sus milagros, convertidos por la predicación de los apóstoles, recibieron su doctrina con verdadera  devoción. Pero, los hijos legítimos y verdaderos, que habían visto sus milagros, no conmoviéndose lo más mínimo (ni con los milagros, ni con el ejemplo de sus virtudes), le fueron infieles y, por esto, reputados entre los ajenos y extranjeros. De ellos dice Juan: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron[2]. Y sucedió que no se apartó Dios de ellos, sino ellos de Dios, por su infidelidad e impiedad.
         Para  que lo entendamos mejor, traigamos a nuestra mirada el abismo de la bondad y justicia divinas. Pues éste hace que ame con un amor infinito la justicia y la bondad, y aborrezca a impiedad y el pecado. Por eso, nada, salvo la virtud y la justicia, tiene valor para Él, ni linaje, ni riquezas, ni honores, ni ciencia, ni elocuencia, ni agudeza de ingenio, ni don alguno de la naturaleza o de la fortuna, pues para Él es polvo y sombra. Por el contrario, la fe y la piedad son bienes de tal categoría, que le producen una inmensa admiración, como hemos visto en el evangelio de hoy.

Fray Luis de Granada, Obras Completas,  t. XXVI, F.U.E., Madrid 2000 p. 175 

Transcripción y traducción de Mª del Mar Morata García de la Puerta





[1] Sal 17, 44b-45
[2] Jn 1, 11

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