jueves, 19 de junio de 2014

Corpus Christi

AVE MARÍA

            Meditando yo, queridos hermanos, sobre la virtud y majestad de este divino sacramento, cuya fiesta celebra hoy la Iglesia con gran alegría de los fieles, se me ofrecieron tantos y tan grandes milagros y portentos, que no sabría qué destacar más de tantas virtudes y milagros de él. En otras festividades el problema principal de los predicadores está en buscar lo que hayan de decir; pero en éste casi todo el trabajo consiste en ver qué omitir, por dónde empezar, y dónde deben acabar sus palabras.
            Hay en éste, el más grande de todos los sacramentos, muchos milagros y beneficios, que los santos padres señalaron en sus escritos, y muchos más que superan los límites de toda inteligencia humana. De los que señalan los santos padres nosotros pocos entendemos; y éstos, apenas los puede expresar nuestra lengua ruda y la vena estrecha de nuestro ingenio. Así, de las casi infinitas partes de este misterio apenas podemos explicar dignamente alguna.
            Pero esto no debe extrañar a nadie, pues si la bondad divina es inmensa e inefable ¿qué tiene de raro que sus obras, como son todos los sacramentos y misterios de la encarnación del Señor, reflejen la naturaleza de su causa y su origen, esto es, que sea inefable e incomprensible lo que nace de una bondad incomprensible e inefable?.
            Que esto es así lo manifestó el Señor en una extraña visión al profeta Ezequiel con la imagen de un templo y un río misterioso; de ese templo, por debajo del umbral brotaba agua hacia el oriente. El ángel que anunciaba estos misterios al profeta tenía en su mano una cuerda y midió, dijo, mil codos, y me hizo vadear el arroyo con el agua hasta los tobillos. Midió enseguida otros mil codos, y allí me hizo vadear el agua que me llegaba hasta las rodillas. De nuevo midió otros mil, y me hizo vadear con el agua hasta la cintura. Y medidos otros mil, era ya tal el arroyo que no pude yo pasarlo, porque habían crecido las aguas de este arroyo, de modo que no podía vadearse[1].
            ¿Qué entendemos por las palabras ‘agua’ y ‘río’ en las Escrituras, sino los misterios recónditos de la sabiduría divina? Entre los cuales hay una gran variedad y diferencia, que se insinúa con los diferentes vados de este arroyo.
            Pongamos algunos ejemplos. Cuando el Señor dio a su pueblo la ley del Decálogo, los hombres pudieron entender fácilmente su equidad y sinceridad, porque la llevaban escrita en sus entrañas, para bien de su naturaleza. Aquí el agua del río sólo llega a los talones, y es fácil para cualquiera vadear este río de la ley divina.
          Cuando predica la inmortalidad de las almas y el cuidado de la providencia divina, que modera los elementos inferiores, el agua entonces viene más crecida, mas parece que sólo llega hasta las rodillas, pues los filósofos más famosos lograron entenderlo con sólo la luz de la razón: Una misma razón explica y confirma, dice la providencia divina y la inmortalidad del alma humana, y no se puede aceptar lo uno sin lo otro[2].
          Luego, cuando la ley del Señor trata de la vida futura, y dice que en ésta hay reservada una recompensa para los buenos y castigos para los impíos, el río viene ahora más profundo, y llega hasta la cintura. Aunque esto lo hayan ignorado muchos filósofos, algunos, sin embargo, lo intuyeron, como atestigua Cicerón, que entre las opiniones de los filósofos más ilustres, dice que se debe contar ésta, que los impíos sufrirán  castigo en el infierno[3].
          Mas cuando la divina sabiduría se remonta de estas cosas de razón a las que superan la razón, sobre todo cuando propone a los fieles, para que los crean, los misterios y sacramentos inefables de la nueva ley, y dice que el creador mismo de todas las cosas bajó a la tierra para salvar a los hombres, que tomó carne humana, que vivió entre los hombres como un hombre, y lo que supera toda admiración, que por ellos fue apresado, recibió insultos, bofetadas, fue escupido, azotado y coronado de espinas, por último, clavado en la cruz derramó su preciosa sangre para expiar nuestros pecados, y de su cuerpo y su sangre nos preparó comida y bebida, para que viviéramos para siempre; cuando un hombre piadoso, digo, reflexiona y medita en profundidad todo esto que enseña la fe, y contempla aquella altísima y eminente naturaleza postrada y abatida por causa del hombre vil y desagradecido, entonces las aguas de este río rápido crecen y se hinchan de forma que en modo alguno se pueden vadear, porque aquí falla la mente, y se derrumba el entendimiento, enmudece la lengua, la voluntad se aturde, y con su estupor, su silencio y admiración alaba lo que ni la inteligencia puede alcanzar, ni pueden expresar las palabras. Y es que de las obras maravillosas de Dios, como dice san Gregorio[4], hablamos mejor cuando callamos admirándolas; y el hombre hace mejor alabanza cuando calla lo que no puede comprender.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXV, F.U.E. Madrid 2002, p. 359-363

Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía






[1] Cf. Ez 47, 1-5
[2] PLUTARCO, Se sera numinis vindicta, XVIII ( Scripta moralia, ed. p. 678)
[3] M. T. CICERÓN, Rhet. I
[4] S. GREGORIO MAGNO, Moralium, X 12, 19: PL 75, 869

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