miércoles, 26 de febrero de 2014

Carmen Arcas Ruano

Cuando se estaba organizando el Curso Conocer los clásicos de la C.A.M. en 1987-88, Doña Carmen Arcas, Jefe del Departamento de Literatura del Instituto Jiménez de la Espada de Cartagena, me encargó que comentara la obra de fray Luis de Granada.
Como no sabía mucho del tema, solamente que escribía sobre la naturaleza y poco más, mi compañera me animó a que leyera el libro de Azorín Los dos Luises, como preparación  para la charla, además de la obra de su profesor en la Universidad de Madrid Dámaso Alonso De los siglos oscuros al de Oro. Con esto le pareció que iría bien orientada para hablar de los textos que iluminaran los datos procedentes de los manuales de Historia Literaria al uso.
Ella misma me dejó los libros sacándolos de su propia Biblioteca. Di la conferencia, y salí del paso a pesar de los nervios, tengo que reconocerlo.
Muchas veces hemos recordado ese momento que sucedió un día normal entre clase y clase, en la Sala de Profesores del Instituto de Bachillerato donde impartíamos Literatura española a adolescentes sin número.
En agradecimiento por aquel encargo, me gustaría traer a esta página un texto donde Carmen, feliz escritora de cuentos, novelas, poemas, e historias, recrea la trágica aventura de Aníbal aquí en Cartagena donde empezó:

En tanto, Flaminio fue elegido cónsul plebeyo. Era evidente para éste que los cartagineses iban hacia Roma; por ello, después de su nombramiento, no perdió tiempo en sacrificios rituales. Partió veloz hacia el norte –aun en contra de la opinión del Senado- para asumir sobre el terreno el mando del ejército. Los alcanzó por fin al tiempo que marchaban por los valles de Arezzo. Pero no bajó a terreno despejado que era la trampa tendida por Aníbal. Allí las caballerías númida y celtíbera hubieran desorganizado a las legiones. Envió rápido aviso para que se le uniera el otro cónsul, Servilio. Aníbal se enteró de ello a través de espías.

Junto al lago Trasimeno leves ondulaciones caían en algunos extremos como roquedas a pico sobre el agua. La tarde fue calurosa y prolongada. Fina niebla ocultaba a trechos el lago, cuyas aguas, fulgían como una esmeralda. Aníbal inspeccionó largamente el lugar. A trote menudo descendió con su escolta desde la loma y retornó al campamento mientras que una patrulla de númidas aseguraba que la reunión de ambos cuerpos del ejército enemigo era inmediata. Los buhoneros seguían al ejército romano con sus carros para cargarlos con el botín tomado en la inminente batalla y aprestaban cadenas para los esclavos.

Carmen Arcas Ruano, Aníbal, el hombre y su máscara, ed. CajaMurcia Cartagena 1993, p.16

Carmen Arcas en la presentación de su libro sobre Aníbal
      Recién descubierta América, fray Luis desde su celda de Lisboa se imagina al mismo capitán, cuando está escribiendo el Tratado del modo de catequizar, tras el Sumario de la Introducción del símbolo de la fe, de la manera siguiente:
   
    Pues viendo yo que en esta edad se abren tantas puertas entre los gentiles para la dilatación de la fe, porque me cupiese alguna partecilla en esta obra de tanto merecimiento, quise al fin de este libro servir con mi cornadillo, escribiendo este breve tratado en que se declara el modo que se podrá tener en enseñar y persuadir nuestra santa fe a los infieles, aunque acometí esto no sin alguna confusión y vergüenza mía, porque me vino a la memoria el poco caso que hizo aquel famoso capitán Aníbal de un gran filósofo, el cual no habiéndose hallado en alguna guerra, presumió tratar del arte militar delante de un capitán que tantos años había peleado con el pueblo romano, vencedor del mundo, teniendo por loco a quien sin experiencia de la guerra trataba de ella a un capitán tan experimentado. Digo esto porque, estando yo arrinconado en una celda, quiero enseñar de la manera que se podrán proponer los misterios de nuestra fe a los que traen las manos en la masa, y a quien la divina gracia habrá enseñado lo que la especulación sola sin experiencia no alcanza.

Fray Luis de Granada, Obras Completas t.XIII, F.U.E. Madrid 1997, p. 446-447

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