viernes, 1 de abril de 2011

Carta a doña María Enríquez, viuda del Duque de Alba

                                                                          Lisboa, 15 de diciembre de 1582

Excelentísima señora: la gracia y la consolación del Espíritu Santo sea siempre con Vuestra Excelencia.

Los que conocimos a este Príncipe que nuestro Señor sacó de este destierro y llevó a su gloria para darle el premio de tantos trabajos como padeció en servicio de su Iglesia, aunque sentimos la común pérdida de tal persona, pero témplase este dolor considerando la vida que vivió, y la manera con que la acabó: porque tal fue lo uno y lo otro, que nos da a todos una tan cierta esperanza de su salvación, como si la viéramos con los ojos. Solamente habemos sentido la parte del dolor que cabe a Vuestra Excelencia. Mas este señor, antes que Dios le llevase, nos certificó que nuestro Señor le había de ayudar en este trabajo. Y, cierto, él tuvo mucha razón de esperar esto de Vuestra Excelencia, porque considerando su prudencia y las grandes obligaciones que tiene a nuestro Señor, verá cuánta razón tiene de ofrecer este sacrificio por los grandes beneficios que de él tiene recibidos, uno de los cuales es haber sido la señora más bien casada que ha habido en nuestros tiempos, y ser ella único ejemplo y dechado de amor y paz entre los casados.

Otro beneficio fue haberle dado Dios por compañero de esta peregrinación uno de los más valerosos, más virtuosos y más católicos señores que ha habido en nuestros tiempos, y tal, que si nuestro Señor concediera a Vuestra Excelencia facultad para escoger en todo el mundo un hombre con quien casar, es cierto que no escogiera otro más calificado ni más bien casado que el que le dio.

Otro beneficio es haberle Dios conservado cincuenta y tantos años: porque si divertiere los ojos por todas las señoras casadas en España, y viere cuán limitada fue la vida de sus maridos, hallará muchas viudeces muy tempranas, y muy pocas casadas que tan largo espacio lo fuesen como Vuestra Excelencia. Y junte con esto los peligros de que nuestro Señor le ha librado, andando siempre entre arcabuces y tiros de artillería cincuenta y tantos años ha que trató las armas, y que nunca rehusó los mayores peligros, que es un género de milagro. Y esto por haber inclinado nuestro Señor los oídos a las devotas oraciones, misas y plegarias de Vuestra Excelencia para conservarlo en medio de tantos peligros. Pues ¿no será razón que padezca Vuestra Excelencia algún trabajo por quien tales y tantos beneficios le ha hecho? ¿No será razón decir agora lo que el santo Job a su mujer, que le reprendía: si habemos recibido tantos bienes de la mano del Señor, ¿por qué no recibiremos agora estos trabajos que El nos envía?. No quiere el Eclesiástico que tengamos la mano abierta para recibir, y estrecha para dar. Y mucho menos lo quiere Dios, sino pues que tuvimos la mano abierta para recibir lo que nos da, la tengamos también abierta para dárselo cuando nos lo pide.

Mas no se acaban aquí los beneficios divinos; otro queda  mucho mayor, que es tener V. E., que tan familiarmente lo trataba, tan grandes prendas de su salvación, las cuales tenemos también nosotros, y más particularmente yo, que tuve cargo de su conciencia desde que entró en esta ciudad. Y es verdad, cierto, que las más veces que lo confesaba salía confuso y avergonzado de mirarme a mí, y por otra parte ver su compunción y devoción, y sus lágrimas, y las palabras que decía, y el sentimiento de las cosas de nuestro Señor, y aquella tan grande determinación que tenía de no hacer cosa que fuese pecado mortal -lo cual encarecía él diciendo que ni a trueque de ir al cielo, si esto fuera posible, haría un pecado mortal; y esto no por temor de las penas del infierno, que nada le movía, sino por los beneficios que había recibido de nuestro Señor, y por Su Bondad, lo cual nunca se le caía de la boca....

Vea, pues ahora V. E. qué se puede esperar de tal vida y de este acabamiento tan glorioso; y con éste junte otra señal de su predestinación, que es el gusto y la consolación que recibía en hablar de nuestro Señor, cual nunca yo he visto hasta ahora en personas de su calidad; porque cada vez que venía a confesarle, habíamos de estar dos o tres horas hablando en esta materia, aunque muchas veces estuviese con dolor de cabeza.

Todas estas cosas bien consideradas son bastante para mitiga el dolor de esta pérdida, si se puede llamar pérdida tan grande ganancia para la persona que se ama. Vemos que cuando está un vaso al fuego, no le solemos tomar por la parte que quema, sino por la que está fría; y pues este caso tiene cosas que dan dolor, y otras que dan consolación, que son las que aquí están referidas, trabaje V. E. por poner los ojos en las cosas que la han de consolar y mover a dar gracias a nuestro Señor, y apártelos de las que la han de desconsolar e impedir la conformidad que debe tener con la voluntad de quien esto ordenó.

Las personas que piden alguna cosa prestada a sus amigos, dos veces les dan las gracias por ella; la una, cuando la reciben de su mano; y la otra, cuando, a cabo de cierto tiempo se la vuelven; y tanto más, cuanto más largo espacio se han servido de ella, porque entonces más de corazón dan las gracias. Pues bien sabe V. E. que la vida de los casados no es de juro y de propiedad; prestada es por cierto tiempo, por el cual se casa una criatura mortal con otra mortal...

...Vuestra Excelencia viva para pagarle el extraño amor que siempre le tuvo, haciendo bien por su ánima; el cual amor era tan grande, que deseaba él que Vuestra Excelencia acabase primero, aunque fuera para él muy agrio trago, por excusarle la pena que había de recibir si él fuera delante.

Más de un mes antes de su enfermedad le comencé yo a prevenir para esta jornada, diciéndole que ya era tiempo de aparejarse para ella, pues la edad y los achaques de ella esto pedían. Y así lo entendió él muy bien, como Vuestra Excelencia con un poco de prudencia lo entenderá, y dará gracias a nuestro Señor porque Él lo dispuso de otra manera que él lo deseaba, pues más justo es querer nosotros lo que Él quiere, que querer Él lo que nosotros queremos; y más razón es conformarse nuestra voluntad con la suya, que la suya con la nuestra.

El cual la excelentísima persona y estado de Vuestra Excelencia conserve con favores del cielo, y la esfuerce y consuele en este trabajo.

De Lisboa, 15 de diciembre de 1582.

                                                                                         Fray Luis de Granada

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XIX, p. 96-103,  F. U. E. Madrid 1998

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