martes, 21 de mayo de 2013

El Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu

         Añade a éstas una nueva causa de alegría, que suele venir del testimonio de la conciencia, de la que dice el Apóstol: Porque toda nuestra gloria consiste en el testimonio que nos da la conciencia[1]. Y aunque no sabe el hombre si es digno de amor o de odio[2], puede, sin embargo, en esto tener a veces la mayor seguridad, ya que, como dice el Apóstol: El mismo Espíritu esta dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[3].
         Es tan grande esta dignidad que incluso un conocimiento así de ella, no exento de cierto temor, lleva a las almas de los justos una alegría incomparable. Aunque sea leve, el conocimiento de las cosas sublimes y su certeza, dice Aristóteles, produce mayor deleite[4]. ¿Qué padre puede conocer con  evidente certeza si la prole que tiene de su esposa es legítima y verdadera? Sin embargo, ese conocimiento, cuya firmeza depende de la honradez de la esposa ¡qué amor tan grande genera en el corazón de los padres!, ¿qué regocijo les da!, ¡a qué pruebas y peligros les expone para dejar en herencia a los hijos su hacienda y patrimonio!
         Así pues, cuando alguien entiende por un testimonio así de su conciencia que es hijo de Dios, heredero del patrimonio celestial y coheredero de Cristo, ¿con qué júbilo saltará? ¿cómo disfrutará viendo que su disposición es tal, que a cualquier hora que venga el Señor y llame a su puerta le encontrará vigilante?[5].
         Con esta disposición de ánimo san Ambrosio, próximo ya a la muerte, se cuenta que dijo estas palabras que san Agustín alabó tanto en él: “ No he vivido de forma que me arrepienta de haber vivido, ni temo a la muerte, porque tenemos un Dios bueno”. Dichoso quien en su ánimo esté siempre dispuesto a decir estas palabras. ¿Cómo he de llamar a esto sino el inicio de la dicha y la felicidad?.
         Quiso el Señor en otro tiempo que esta alegría de los justos se manifestara, fijando en la ley una fiesta gozosísima. Se establecía en la ley que en el séptimo mes, tiempo de la recolección (los hebreos empezaban el año con el inicio de la primavera) todos los hijos de Israel juntos celebraran aquellos días con ramas con sus frutos de los árboles más bellos, y con toda manifestación de júbilo[6].
       ¿Quién no ve en esta norma de la ley una alusión al gozo del alma causado por los dones amplísimos de la justicia? No es sólo la cosecha, que se estropea fácilmente y que se puede guardar poco tiempo para sustento del cuerpo, la que es motivo de alegría, sino también los frutos riquísimos de la justicia guardados celosamente para la eternidad. Al recordarlos es justo que nos gocemos no ya siete días como en la ley, sino la vida entera, designada por el número siete: la causa de tan grande alegría no ha de ser celebrada solo con guirnaldas y con ramas, sino con cánticos y coros.
         Hay, en fin, otra razón para esta alegría, consecuencia de esta última, y es que quien vive así se beneficia de todos los privilegios y favores de los siervos de Dios. Así como los nobles, los clérigos y los monjes tienen sus propios privilegios y bulas por las que gozan del favor de los reyes o de los sumos pontífices, también los siervos de aquel sumo rey y emperador tienen sus propios privilegios que deben administrar, por los que gozan de un beneficio y don singular de Dios.
       Si te preguntas por estos beneficios, te será más fácil contar las estrellas del cielo que dichos beneficios. Apenas, si hay en la Escritura una página en la que no se oigan sonar los favores, o las gracias y las ayudas celestiales a los justos. De todos ellos  citaré aquí sólo uno, que cuadra bien a nuestro propósito: es el cuidado paternal y la providencia que aquel sumo Señor de las cosas ejerce sobre sus siervos, que los cuida como a la niña de sus ojos, que sobre ellos tiene siempre atentos los ojos de su misericordia, y oye sus preces, que ordena a sus Ángeles que los lleven en sus manos para que sus pies no tropiecen con la piedra, y que tiene contados los huesos e incluso los cabellos de su cuerpo.
       Este cuidado paternal de Dios es increíble la alegría que ofrece a los justos, a la vez que una confianza y seguridad admirables.

Fray Luis de Granada, Obras Completas, t. XXXIV, F.U.E. Madrid 2002, p. 158-161

Transcripción y traducción de Ricardo Alarcón Buendía




[1] Rm 8, 16
[2] Qo 9, 1
[3] Rm 8, 16
[4] ARISTÓTELES
[5] Cf. Lc 12, 37
[6] Cf. Lv 23, 39 ss

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