Añade a éstas una nueva causa de alegría,
que suele venir del testimonio de la conciencia, de la que dice el Apóstol: Porque toda nuestra gloria consiste en el
testimonio que nos da la conciencia[1].
Y aunque no sabe el hombre si es digno de
amor o de odio[2], puede, sin embargo, en esto tener a
veces la mayor seguridad, ya que, como dice el Apóstol: El mismo Espíritu esta dando testimonio a nuestro espíritu de que somos
hijos de Dios[3].
Es
tan grande esta dignidad que incluso un conocimiento así de ella, no exento de
cierto temor, lleva a las almas de los justos una alegría incomparable. Aunque
sea leve, el conocimiento de las cosas sublimes y su certeza, dice Aristóteles,
produce mayor deleite[4].
¿Qué padre puede conocer con evidente
certeza si la prole que tiene de su esposa es legítima y verdadera? Sin embargo,
ese conocimiento, cuya firmeza depende de la honradez de la esposa ¡qué amor
tan grande genera en el corazón de los padres!, ¿qué regocijo les da!, ¡a qué
pruebas y peligros les expone para dejar en herencia a los hijos su hacienda y
patrimonio!
Así
pues, cuando alguien entiende por un testimonio así de su conciencia que es
hijo de Dios, heredero del patrimonio celestial y coheredero de Cristo, ¿con
qué júbilo saltará? ¿cómo disfrutará viendo que su disposición es tal, que a
cualquier hora que venga el Señor y llame a su puerta le encontrará vigilante?[5].
Con
esta disposición de ánimo san Ambrosio, próximo ya a la muerte, se cuenta que
dijo estas palabras que san Agustín alabó tanto en él: “ No he vivido de forma
que me arrepienta de haber vivido, ni temo a la muerte, porque tenemos un Dios
bueno”. Dichoso quien en su ánimo esté siempre dispuesto a decir estas
palabras. ¿Cómo he de llamar a esto sino el inicio de la dicha y la felicidad?.
Quiso
el Señor en otro tiempo que esta alegría de los justos se manifestara, fijando
en la ley una fiesta gozosísima. Se establecía en la ley que en el séptimo mes,
tiempo de la recolección (los hebreos empezaban el año con el inicio de la
primavera) todos los hijos de Israel juntos celebraran aquellos días con ramas con sus frutos de los árboles más
bellos, y con toda manifestación de júbilo[6].
¿Quién
no ve en esta norma de la ley una alusión al gozo del alma causado por los
dones amplísimos de la justicia? No es sólo la cosecha, que se estropea
fácilmente y que se puede guardar poco tiempo para sustento del cuerpo, la que
es motivo de alegría, sino también los frutos riquísimos de la justicia
guardados celosamente para la eternidad. Al recordarlos es justo que nos
gocemos no ya siete días como en la ley, sino la vida entera, designada por el
número siete: la causa de tan grande alegría no ha de ser celebrada solo con
guirnaldas y con ramas, sino con cánticos y coros.
Hay,
en fin, otra razón para esta alegría, consecuencia de esta última, y es que
quien vive así se beneficia de todos los privilegios y favores de los siervos
de Dios. Así como los nobles, los clérigos y los monjes tienen sus propios
privilegios y bulas por las que gozan del favor de los reyes o de los sumos
pontífices, también los siervos de aquel sumo rey y emperador tienen sus
propios privilegios que deben administrar, por los que gozan de un beneficio y
don singular de Dios.
Si
te preguntas por estos beneficios, te será más fácil contar las estrellas del
cielo que dichos beneficios. Apenas, si hay en la Escritura una página en la
que no se oigan sonar los favores, o las gracias y las ayudas celestiales a los
justos. De todos ellos citaré aquí sólo
uno, que cuadra bien a nuestro propósito: es el cuidado paternal y la
providencia que aquel sumo Señor de las cosas ejerce sobre sus siervos, que los
cuida como a la niña de sus ojos, que sobre ellos tiene siempre atentos los
ojos de su misericordia, y oye sus preces, que ordena a sus Ángeles que los
lleven en sus manos para que sus pies no tropiecen con la piedra, y que tiene
contados los huesos e incluso los cabellos de su cuerpo.
Este
cuidado paternal de Dios es increíble la alegría que ofrece a los justos, a la
vez que una confianza y seguridad admirables.
Fray Luis de Granada, Obras Completas, t.
XXXIV, F.U.E. Madrid 2002,
p. 158-161
Transcripción
y traducción de Ricardo Alarcón Buendía
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